Opinión

Séneca y el califa

Hay una vieja historia que relata lo que puede suceder cuando no existen los procedimientos democráticos que garantizan que la soberanía reside en el pueblo y nunca bajo la presión del establishment.

Un joven califa buscaba un visir que fuese capaz de llevar los asuntos de su reino. Para ello consultó a un viejo sabio para que le aconsejase sobre las condiciones que había de reunir la persona que ocupase tan importante cargo. El sabio le dijo: “Un buen gobernante ha de tener cuatro virtudes: ser ético, ser justo, ser honesto y fiel servidor de la ley”. El califa mandó convocar a los hombres más nobles de su reino; se entrevistó con cada uno de ellos y con preocupación constató que ninguno reunía las condiciones que había señalado el sabio. Decidió entonces publicar un decreto instando a cualquier ciudadano a que se presentase ante él si creía reunir tan preciadas virtudes. Al llamamiento del rey acudieron miles de súbditos deseosos de ser elegidos, pero ninguno era merecedor de tal responsabilidad. Desesperado, el monarca descargó su ira sobre el viejo sabio y lo mandó encarcelar.

A continuación suprimió la condición de ser ético y la sustituyó por ambición, pero tampoco encontró ninguno que tuviera las cuatro condiciones. Decidió suprimir la honestidad como premisa obligatoria para acceder al cargo y la sustituyó por la astucia, pero tampoco encontró candidato que satisficiera sus deseos. Tuvo entonces una perversa idea: “Hagamos una justicia al servicio de los poderosos y legislemos unas leyes que no dañen a los intereses de la nobleza”. Cientos de candidatos reunían las nuevas exigencias del monarca. Eligió entre ellos al que creyó más capaz y aquella misma noche el califa murió envenenado por orden del nuevo visir. Entonces el pueblo se rebeló, liberó al viejo sabio y lo eligieron como soberano, pero él no aceptó porque su familia se lo rogó y como consecuencia la población hizo penitencia por su culpable “indiferencia”.

¡Cuanta ira! ¡Cuanto rencor! Desasosiego, nerviosismo, cólera y obcecación. Los resultados electorales del 20 de diciembre han desencadenado los más viles sentimientos en aquellos que no admiten que el poder es pasajero. No comprenden que España no es patrimonio de ninguna ideología, que la pluralidad de pensamiento enriquece la democracia, que la legitimidad la dan las urnas, que nadie es imprescindible y todos necesarios. La derecha ha gobernado los últimos cuatro años y lo ha hecho con prepotencia y soberbia; en ese período se han incrementado las diferencias entre los más ricos y los más pobres, se han deteriorado los servicios básicos, se ha retrocedido en derechos laborales, se ha incrementado la corrupción y se ha tensionado las relaciones entre los territorios del Estado.

El partido de los conservadores ha utilizado la mayoría absoluta para imponer unilateralmente las medidas más reaccionarias de la historia reciente de nuestro país y ahora se extrañan de su soledad parlamentaria, de la falta de apoyos de otras fuerzas políticas para la investidura de su candidato, Mariano Rajoy. Y manifiestan su impotencia tratando de descalificar a sus adversarios acusándolos de “radicales”; hablan de “fraude”; citan constantemente a Venezuela, Irán, la ruptura de España. Amenazan con el caos que se desencadenaría con un gobierno de coalición de la izquierda, de las medidas que adoptaría la “troika”, de la venganza de los mercados, del boicot del Senado (ver para creer)… Intentan manipular los debates que se producen en otros partidos con el fin de crear desconcierto y división en el seno de sus organizaciones.

Esperemos que se imponga la razón porque, como afirmaba Séneca: “La razón trata de decidir lo que es justo. La cólera trata de que sea justo lo que ella ha decidido”. El califa no lo entendió.

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