Opinión

De perenne actualidad

El domingo, ese día mundialmente admitido como día de fiesta, tiene su origen en este que celebramos hoy. El Domingo de Pascua, que es el que le da el nombre, es el "Dies Domini" (día del Señor). De ahí nace una jornada vivida por todo el orbe y que, de momento, aún no ha desaparecido... Es sinónimo de alegría y descanso nacido de haber encontrado en esta mañana el sepulcro vacío. "No está aquí, ¡ha resucitado!". De este día brota, o debiera brotar, el estilo de vida de los creyentes sabiéndose destinados a la alegría, al optimismo y a la gran esperanza que nace de tal día como hoy. "No, María -le dice a la Magdalena- no hay muertos en el sepulcro. ¡Ha resucitado!". Los cristianos estamos muy lejos de ser seguidores de un muerto, antes bien del triunfo de quien en la Cruz venció a la muerte y ha resucitado.

Formamos parte de una religión de vivos porque la Cabeza ha resucitado y por lógica resucitarán los miembros del mismo cuerpo. La vida del creyente nunca acaba, se transforma y al deshacerse este edificio terrenal adquirimos una mansión eterna en el Cielo, como recoge el prefacio de la misa de difuntos. Esta solemnidad, la primera de la fe cristiana, es el antídoto contra el antitestimonio de unos creyentes taciturnos serios, malhumorados o tristes al salir las celebraciones. Nada más contrario al espíritu cristiano que ciertas caras tras salir de la misa dominical. Es la fiesta de la gran esperanza y el optimismo cristiano porque tristísimo seria un cristiano triste.

El mundo de hoy, agitado tantas veces por las calamidades, las guerras, las crisis y las divisiones necesita más que nunca del mensaje cristiano sobre esa alegría que, según afirma San Juan, "ya nadie nos podrá arrebatar". Y la necesita el mundo tantas veces agostado y sin esperanza. Siempre la esperanza es posible para aquellos que saben que nunca deben olvidar el luchar siempre sin desfallecer, esforzarse siempre sin desmayo. Los deportistas luchan y corren en la cancha en busca de un trofeo que al fin de cuentas con el tiempo se deteriora y olvida. La gran diferencia es que el cristiano está llamado a obtener ese galardón imperecedero que nunca se va a oxidar ni destruir. De aquí la esperanza y el gozo que debe transmitir todo bautizado.

Todo ello conduce a los creyentes a ser conscientes de quien se han fiado y que saben nunca les va a fallar, antes bien les espera en la alegría imperecedera y en el optimismo perenne. Estoy convencido de que el día en el que los cristianos seamos plenamente conscientes de esta verdad podremos suscitar en quienes miren para nosotros lo mismo que en aquellos primeros momentos del cristianismo: "Mirad cómo se aman". Y, mientras esto sea una asignatura pendiente, el testimonio distará de ser atrayente.

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