Opinión

Homenaje del Liceo a mi padre, el doctor José Fernández

Mi padre nació el 26 de mayo de 1923 en La Habana, Cuba, a donde sus jóvenes padres habían emigrado tres años antes buscando, como muchos otros paisanos, una vida mejor que la que les podría ofrecer la agricultura de su lugar de origen, la zona limítrofe de las provincias de Ourense y Lugo.

En 1934, cuando mi padre tenía 11 años, volvieron a España porque su padre quería ver en vida a su madre, que ya era mayor (setenta y tantos años, que entonces eran muchos). Tenían la intención de regresar a Cuba, pero ya nunca lo hicieron.

Mi padre recordaba los años de La Habana como muy felices y siempre quiso regresar al lugar de su infancia, pero cuando lo intentó, durante un Congreso Mundial de Digestivo celebrado en Miami, no le permitieron desplazarse a Cuba porque en su pasaporte figuraba que había nacido en La Habana y debieron interpretar que se trataba de un cubano exiliado.

A la vuelta de Cuba se establecieron en Ourense capital, que por entonces era una pequeña ciudad de 25.000 habitantes, lo que para él supuso un cambio muy importante viniendo de una gran metrópoli como era La Habana. Sin embargo, se adaptó pronto, contribuyendo a ello la comodidad del piso en el que se establecieron en la calle Moratín, que disponía de una gran galería en la que pasaba muy buenos ratos jugando. También contribuyó a su rápida adaptación el iniciar estudios de bachillerato en la Academia General del magnífico profesor Manuel Sueiro, centro educativo muy concurrido donde hizo muchos y muy buenos amigos que le duraron toda la vida, entre ellos el hijo de Don Manuel, Pepe Sueiro, al que siempre consideró como de la familia.

La guerra civil trajo la encarcelación e inhabilitación de don Manuel Sueiro y el fin de la Academia General, por lo que mi padre hubo de continuar los estudios en el Instituto de Enseñanza media. Allí conoció a mi madre Pilar, Pili, como él la llamaba, cuando él tenía 18 años y ella 15. Se enamoraron y se hicieron novios. Tuvieron un largo noviazgo de 13 años, pues eran muy jóvenes y a mi padre, que era un gran estudiante, le quedaba un largo camino de formación. De la etapa universitaria en Santiago guardaba buenos recuerdos, aunque siempre decía que había mucha escasez de todo: era plena postguerra. Vivió en una pensión en Patio de Madres, donde empezó la carrera de Medicina pagando 8 pesetas diarias por habitación, comida y lavado de ropa.

Después de especializarse con el Profesor Jiménez Díaz y el Dr. Mogena en el Hospital de San Carlos de Madrid, puso su primera consulta en el primer piso del número 5 de la calle Lamas Carvajal, allá por 1949. Contaba que su primer paciente le había pagado 15 pesetas (9 céntimos de euro).

Pudiendo ganarse ya la vida, por fin mis padres pudieron casarse en 1954 y se fueron a vivir al piso donde mi padre tenía la consulta y durante los primeros años de matrimonio y hasta que nació su tercera hija, el domicilio familiar era también consulta médica abierta a un público cada vez más numeroso. En 1958 separó vivienda y consulta, llevándose esta al 2º piso del número 10 de la Rúa do Paseo donde estuvo hasta que se jubiló con 81 años.

Ya consolidada su trayectoria profesional y con reconocimiento de la misma en toda Galicia y fuera de ella, accedió a la plaza de Jefe de Servicio de Medicina Interna, donde desarrolló la faceta hospitalaria de la medicina, que le entusiasmaba. Allí creó un Servicio que fue de prestigio y del que salieron grandes especialistas. Fue Presidente de la Sociedad Gallega de Patología Digestiva, Vocal de la Sociedad Española de Patología Digestiva, Socio de la Real Academia de Medicina y Cirugía de Galicia, socio fundador y Presidente de la Academia Médico-Quirúrgica de Ourense. 

De mi época de infancia recuerdo que mi padre trabajaba muchísimo. No comía con nosotros porque llegaba tarde de la consulta y se iba muy pronto a seguir consultando hasta la noche. Siempre le gustaron las tertulias de amigos y tenía el don de una gran inteligencia, tanto lógica como emocional y él convertía ese don en una virtud. Él y mi madre formaron un matrimonio de 64 años que fue el núcleo de una gran familia en la que además de sus seis hijos incluyeron siempre a sus padres, a sus hermanos y cuñados, a sus sobrinos y primos. Ambos llegaron a la décima década de sus vidas en buen estado y se fueron casi juntos. Mi madre murió un mes antes que mi padre de una insuficiencia cardíaca avanzada. Mi padre no tenía una enfermedad que le pudiese causar una muerte justificada, solo la vejez y, a mi juicio, en el último mes de vida, la ausencia de su compañera hizo que ya no tuviese tantas ganas de seguir luchando y murió suavemente, apenas tres o cuatro días antes del inicio del confinamiento por el covid. Hoy le homenajearemos a las 20,00 horas en el Liceo.

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