Opinión

La educación de la princesa

La misma élite política que se deshace en cumplidos a nuestro sistema público de educación o sanidad suele tratarse en hospitales privados y mandar a sus hijos a escuelas y universidades privadas. Si lo privado es superior a lo público, y evidentemente lo es, la justicia social auténtica pasaría por cerrar lo público, reducir drásticamente la carga fiscal a todos los ciudadanos y permitir que cada cual escogiera el seguro médico o las instituciones educativas que quisiera, compensándose la situación de las rentas bajas con un cheque sanitario/escolar para garantizar la universalidad. Pero, claro, eso restaría poder a la élite y al Estado como tal. 

El Estado-nación es una macroinstitución surgida en la Paz de Westfalia, matizado por las revoluciones inglesa, francesa y americana y por la eclosión del liberalismo político, y después distorsionado por el idealismo y el romanticismo, hasta llegar a derivar incluso en formas totalitarias durante el siglo XX. Este sistema político se justificaba inicialmente en el derecho divino de los monarcas, que, con el avance de la laicidad y del modelo de gobernanza republicano (incluso en los países europeos que mantuvieron la institución de la corona), dio paso a una legitimación popular. En este paradigma, es la ciudadanía quien consiente y revoca libremente a los gobernantes, quienes teóricamente deben ejecutar lo que los gobernados les ordenen. Al principio, el mayor factor de cohesión en torno al Estado era el avance de la mítica "nación política" frente a sus enemigos y también en cuanto a su prosperidad y modernización. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, las democracias occidentales se fueron tiñendo de socialismo moderado surgiendo en realidad una variante de la democracia: la socialdemocracia. El consenso socialdemócrata incluyó en toda Europa no sólo a la izquierda política, sino también a democristianos, conservadores y bastantes liberales. Y la justificación principal del sistema político pasó a ser la "justicia social". El Estado se presentó como un Robin Hood bienintencionado que le quitaba a todo el mundo cada vez más riqueza para luego repartirla con equidad. Nada más lejos de la verdad. En realidad, el Estado intensificó su papel como sheriff de Nottingham, asfixiando fiscalmente, no a los ricos, sino a las amplias clases medias e incluso bajas. El Estado le quita todo lo que puede a todos, y después reparte de forma mediocre generando dependencia, mientras una parte sustancial del botín que rapiña termina en corrupción o en despilfarro.

En un puñado de países democráticos, ese Estado mantiene incluso hoy la institución monárquica. La corona es un apéndice vestigial de esos Estados, como el principio de cola que aún tienen algunos humanos al final de la columna vertebral, y que, por supuesto, se extirpan tan pronto como pueden. Son apenas una decena las monarquías civilizadas como la española: tres en Escandinavia, las tres del Benelux, dos de microestados, la japonesa y la británica. Todas las demás son dictaduras, como en realidad correpsonde a la monarquía: Marruecos, Brunei, Thailandia, Esuatini, las del Golfo… satrapías donde el monarca es un dios y los súbditos no valen nada. En realidad, en España y en Europa no tenemos monarquías, sino repúblicas con una corona-florero que sólo nos molesta a los puristas. Pero es que tenemos derecho a que nos moleste. Se nos dice que la corona es meramente simbólica, pero precisamente es ese simbolismo el que nos resulta insoportable, porque se simboliza el sometimiento de todos a una persona considerada de mayor valor por descender de otras. Esa barbaridad, que ya desapareció en el fondo, debe desaparecer en las formas. Y junto con ella, la aberración antijurídica de la inviolabilidad.

Los monárquicos incurren en una gran contradicción cuando nos dicen que el rey reina pero no gobierna, y que su papel es meramente institucional, casi ceremonial, pero a renglón seguido invocan la alta magistratura de la futura reina Leonor para justificar que entre todos le paguemos la mejor formación posible porque, según ellos, nos jugamos muchísimo. ¿En qué quedamos? Si su función no va a ser la delicada estrategia política, ni el gobierno de los españoles, para sus tareas ceremoniales bastaría con una buena academia de protocolo, un poco de alta costura para salir en el Hola y hablar idiomas para entenderse con otros jefes de Estado, la mayoría de ellos legítimos.

En el fondo, parece que Felipe VI ha considerado que conviene darle a su hija la mejor formación posible, no por si reina, sino por si no llega a reinar y tiene que buscarse en el mercado libre un trabajo de verdad. Me parece muy bien. Esa educación de lujo es la que yo también querría darle a mi hija, pero no puedo porque el Estado me quita la mitad de mis ingresos para, entre otras cosas, pagarle la formación a la hija de él. En eso consiste, en realidad, la tan cacareada redistribución de la riqueza. ¿Cómo es posible que una menor, lejos aún de la edad mínima para trabajar (dieciséis años) reciba una asignación anual de unos cien mil euros? Quienes hacemos un esfuerzo enorme para pagar un colegio privado, sacrificando cualquier otro gasto, ¿por qué tenemos que pagarle a Leonor esa asignación o su formación en Gales? ¿Por qué debemos pagarle, además, su costoso dispositivo de seguridad en el extranjero, o el de su abuelo en Abu Dhabi? Son preguntas que los monárquicos ni saben ni pueden contestar, y responden echando balones fuera. Qué institución tan caduca y qué expolio al contribuyente.

Te puede interesar