Opinión

Y de golpe, 650.000 funcionarios más

Los medios de comunicación no se han hecho suficiente eco de una noticia muy importante: el Gobierno piensa hacer fijos a más de seiscientos cincuenta mil empleados públicos interinos. Se basa para ello en una sentencia del pasado mes de marzo, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). La sentencia es correcta: estas personas han ido encadenando renovaciones sin pasar a ser empleados fijos de las diversas administraciones públicas. Lo incorrecto es la premisa subyacente: que debieran serlo, y que hiciera falta en primer lugar su contratación (como si no hubiera infinidad de empresas de los más diversos rubros capaces de prestar los servicios requeridos).

En pleno año del coronavirus, con la economía destrozada por un gobierno de coalición entre socialistas radicalizados y comunistas, sólo nos faltaba tener que asumir de golpe la contratación -definitiva y de por vida- de ese enorme contingente de funcionarios. En España no nos faltan funcionarios, sino que nos sobran y, en todo caso, no están nuestras arcas públicas ni, mucho menos, las arcas privadas de los contribuyentes para incurrir en este gasto adicional precisamente ahora.

Si las diversas administraciones públicas han recurrido a la temporalidad, lo han hecho por motivos muy similares a los de las empresas privadas. En España se contrata temporalmente porque firmar con alguien un contrato laboral normal y corriente es atarse a esa persona. Que el propio Estado en todos sus niveles territoriales haya tenido que evitar la contratación fija dice mucho de los excesos y servidumbres que los sindicatos y la izquierda política han logrado, década a década, introducir en el contrato indefinido. Esta preferencia del propio Estado por la temporalidad es todo un reconocimiento, tácito pero elocuente, de que España necesita una fuerte flexibilización del mercado de trabajo, exactamente lo opuesto a la línea que marca el sóviet monclovita.

Lo sorprendente es que los ciudadanos no hayan dado todavía un puñetazo en la mesa para protestar por los privilegios, frecuentemente obscenos, de nuestro funcionariado. Tienen, en general, mejores horarios que nadie. Tienen moscosos para aburrir. Concilian más y mejor que la gente común. Tienen más facilidades crediticias porque los bancos los ven como empleados imposibles de despedir, que nunca les darán problemas con la cuota del coche o de la hipoteca. Y eso de que cobran menos a cambio de todos esos privilegios es un mito que ya se desvaneció con la recesión de 2007. En general, si se comparan bien los puestos y las tareas, nuestros funcionarios cobran igual o más que los empleados de verdad de las empresas de verdad en la economía de verdad. Porque el empleo público no es de verdad, o, al menos, no lo son sus condiciones. Y porque las cifras tampoco son de verdad, o no deberían serlo: unos pocos millones de sacrificados autónomos y de trabajadores de verdad, que producen riqueza en los negocios de verdad, soportan una nómina imposible de funcionarios, además de costear a los pensionistas y a los menores. En suma, cada persona productiva lleva a hombros una persona no productiva o menos productiva. ¿Cómo va a despegar una economía anclada por semejantes lastres? No hay país que resista esto, y el resultado es una deuda insoportable que afectará a las siguientes generaciones, y unos impuestos realmente confiscatorios.

Lo que busca ahora el gobierno es comprar de golpe más de medio millón de votos agradecidos. La factura la pagarán los mortales. La pagarán los ciudadanos que no han sido tocados por el dedo del Estado. La pagarán los plebeyos que cobran igual o menos, trabajan bastante más, tienen horarios peores y por no conciliar, no concilian ni el sueño porque no saben si sus puestos de trabajo van a sobrevivir a la pandemia. Hay que ver qué justo es el igualitarismo de la izquierda, qué rematadamente justo y qué eficiente para hacer realidad, pasito a pasito, el sueño húmedo de estos señores: un país en el que todos o casi todos vivan de un sueldo público, sueldo que, por supuesto, decidirán ellos, los señores del Olimpo socialista. Y será entonces cuando el sueño se torne pesadilla, véase Venezuela. ¿De verdad cayó el Muro de Berlín? Pues debió de caer sólo allí, en Berlín. Porque aquí, Sánchez e Iglesias lo están erigiendo a buen ritmo.

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