Opinión

Iceta y el federalismo

La política es un cubo de Rubik y a Pedro Sánchez no se le da nada mal. Es un jugador intuitivo que no acaba de entender bien cada paso, pero los da resueltamente y al final consigue colorear las facetas del cubo. Arriesga más que nadie y cuando finalmente se estrelle, el golpe va a ser brutal. Pero mientras tanto, va haciendo su voluntad con muchas piruetas y pocos escrúpulos. La jugada más reciente ha sido una triple carambola. Por un lado, quita de Sanidad al nefasto Illa para poner a una ministra de perfil más técnico, cuando la tercera ola y las sucesivas variantes del virus amenazan con auténticos estragos. Por otro, y aprovechando que Illa todavía mantiene el prestigio artificial que le han construido los medios cortesanos, lo manda de candidato a Cataluña en sustitución de un Miquel Iceta cuyo techo electoral es infranqueable. Y en tercer lugar, se lleva a Iceta a Madrid para pagarle viejos favores y encargarle que practique el aborto del poco federalismo que nos queda.

Ante los ingenuos, el nuevo ministro de Política Territorial aparece como un hombre federalista que conciliará el nacionalismo centrípeto, en pleno auge, con los nacionalismos centrífugos de la periferia. Ese sí que es un cubo de Rubik, pero lo resolverá Iceta con el mínimo común denominador de disgusto de unos y otros. Para eso se escoge precisamente a un catalán. Jugada maestra. Pues no. Es una jugada a corto plazo que sirve a Sánchez para lo único que le interesa: ganar tiempo y seguir teniendo el cubo en la mano. Lo de Sánchez no es la tan cacareada resiliencia, sino contumacia en acaparar la posesión del balón a cualquier precio.

Sí, a cualquier precio. Si en marzo de 2020 Sánchez pagó el precio de convertir a España, junto a Italia, en el país más afectado por la pandemia sólo para mantener unas macromanifestaciones que glosaban el inicio de su primer año triunfal, ahora paga gustoso el precio de no aplazar las elecciones al Parlamento de Cataluña, y que se infecte ese día quien se tenga que infectar. El aplazamiento era legal y lo había ordenado el gobierno convocante, pero la Justicia, donde no hay la menor autonomía territorial y sí un dirigismo casi castrense desde Madrid, no lo ha permitido "de momento". Con tal de perjudicar a los indepes o, sencillamente, de humillar el autogobierno catalán y demostrar quien manda, serán capaces de desconvocar en plena campaña, o de cualquier otra cosa. ¿Por qué en 2020 se permitió a otros dos gobiernos autonómicos aplazar sus elecciones y en cambio ahora no se le permite al catalán? La situación epidemiológica era parecida, pero contra Cataluña siempre vale todo. Por segunda vez en cuatro años, la feccha electoral definitiva no la va a fijar el gobierno catalán. Oh, cuánta autonomía.

Pero, claro, si pueden persistir en los estatutos de otras comunidades disposiciones que en el caso catalán han sido eliminadas por el Tribunal Constitucional pese a haberse votado en el referéndum legal de 2006, lo de la fecha electoral es una minucia. ¿Qué le conviene a La Moncloa? ¿Mantener el 14-F? Pues los señores de las puñetas blancas y las togas negras lo mantienen. Si mañana a Sánchez le conviene lo contrario, estos jueces de mentalidad colonial desconvocarán los comicios como mande la metrópoli.

Pero pase lo que pase, Iceta ya es ministro de lo territorial. Debería iniciar una verdadera transformación federal que sustituyera la "achicoria para todos" de la Transición por verdadero café. España tiene una complejidad que sólo puede resolverse mediante la recentralización pura o mediante el federalismo puro. La primera opción es impensable, porque exige unos niveles de control, dirigismo y represión incompatibles con la libertad. Intentarlo, como promueve Vox, es suicida. Sería una inyección de esteroides a la vía de las secesiones unilaterales. Los unionistas cegados de patriotismo son quienes más ponen en riesgo la continuidad futura de una España formalmente unida. La demografía les es adversa y esto se demuestra con cada nueva camada de votantes jóvenes. En unas pocas legislaturas, el vuelco será definitivo. La única opción es, por lo tanto, la federal: seducir a todas las comunidades culturales para que quieran quedarse, para que les salga a cuenta, para que su autogobierno sea tan satisfactorio que no les merezca la pena montar un Estado nuevo. Pero esta vez el federalismo tiene que serlo de verdad. Hace falta plena competencia fiscal (y en todo lo demás), que todos tengan sus propias haciendas y decidan sus niveles de imposición. Hace falta un Senado realmente territorial. Hace falta que se consigne y aprecie como un valor nuestra rica heterogeneidad cultural. Aprendamos de los mejores: de la solución belga (un país con dos estados, prácticamente), de la autonomía de máximos que disfrutan en Finlandia las Islas Aland, de la solución plebiscitaria inteligente dada por Canadá y Gran Bretaña a la cuestión de la secesión. Para seguir caminando juntos hay que deshacer las condenas impropias de una país civilizado, cuyo coste en imagen exterior es enorme, y para ello existen medidas de gracia que Sánchez no emplea para tener una palanca de negociación. Hace falta avanzar por fin, con cuarenta años de retraso, hacia una España federal. Pero, ¿es Iceta el hombre adecuado para esa empresa titánica? Lo dudo mucho.

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