Opinión

Matasanos, mátate a ti mismo

Juanjo no era médico. Era un chamán. Curaba –y se curaba- a base de emociones: era marino, motorista, escalador de montañas, paracaidista, encantador de serpientes y probador de señoras. Vivía a tumba abierta. Tenía la inmensa cordura de hacerse el loco. Y además lo parecía. Todo el mundo decía que estaba como una puta cabra.

Hija de la juventud, criada por la ebriedad, compañera del placer, la locura -ungüento de vida según Erasmo- era el fierabrás con que el Dr. J. J. Pérez Cubeira intentaba aliviar sus achaques del alma y sus heridas de amor. Acababa de dejarlo su mujer, estaba cansada; y teorizaba conmigo acerca del tratamiento a seguir, andaba jodido. “¿Cómo podría postergar su omnipresencia?” Yo trataba de consolarlo a su manera: ¡Matasanos, mátate a ti mismo! Con su retranca, con su modo de hacer, de ser, con sus paridas, todos nos matábamos de risa. Pero a mí más me mataba con su forma de plegar el paracaídas: “Un día de éstos no te abrirá y te matarás de verdad”, le decía yo. El caso es que siempre le abría.

Le echó mil pulsos a la muerte. Abandonó el paracaidismo para enrolarse en el Utopía, su velero, y le perdí la pista. Me contaron que en sus singladuras enarbolaba por enseña una calavera con dos tibias y que, a falta de galeones que atacar, solo salía a la mar para luchar con las galernas. Si se anunciaba ciclogénesis fondeaba próximo a las islas Cíes, se trincaba al mástil, como Ulises, y dejaba que las olas azotasen su barco y barriesen la cubierta. Sus fantasmas se removían como cañones desatados, rodando de uno a otro lado a la deriva. De fondo, mientras tanto, como en “Apocalisis now” las valquirias de Warner, Juanjo hacía resonar a todo bafle la muiñeira de Chantada. También me cuentan que a veces, como Jack Nicholson en “Alguien voló sobre el nido del cuco”, usaba el barco a modo de manicomio móvil y el mar como terapia de choque para sus pacientes adictos. Y me cuentan que un mal día lo encontraron flotando boca arriba en las aguas de Bouzas; muy cerca de su hogar: rúa Malecón, sin número, ría de Vigo, Utopía.

Pero volvamos al cielo. Juanjo solo entendía la vida de forma excesiva. Y si en surcar el aire era una flecha, en cuestiones de amistad era un Aquiles. Una noche invitó a cenar a toda la plantilla de Aviación y Comercio (Aviaco) que pernoctaba en Vigo. Luego vinieron las copas, ¡ay, qué tiempos! y las promesas. Yo me fui antes de que me hiciera daño el tomate –el tomate una, tomate otra…- justo en el momento en que Juanjo le proponía al comandante que, como al día siguiente iba a la capital a un congreso de psiquiatría, al sobrevolar Madrid le dejase saltar del DC-9.

Nada más aterrizar, el copiloto me llamó para contármelo. Me dijo: “No venía loco, venía enloquecido. Arre de dios que lo prometido era deuda y que teníamos que dejarle saltar a toda costa aunque fuera en mitad de la aerovía”. “¡Vaya amigos que tienes!”, remató. Yo me disculpé: “Cuando un amigo mío es tuerto lo miro de perfil.” “Qué coño dices –me dijo- es un gran tipo. ¡Con sus huevos y las patatas de la Limia, se podría hacer una tortilla para dar de comer a toda África!”

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