Opinión

El vuelo de la abuela

Pero el colmo de los colmos fue cuando al domingo siguiente, cobalto, sol y moscas en el cielo, el alumno paracaidista más gordinflón e irresoluto, incapaz de rectificar ni un solo grado el rumbo de sus nervios, vino a dar con su zopenca humanidad en el alto de un tejado. ¡Qué tiempos, ay, los de illo témpore! Los bomberos del aeropuerto, cansados de perderlo jugando al tute, estaban siempre al quite los fines de semana. Si algún alumno no atinaba con el campo, ellos, echando al vuelo sus sirenas, salían a todo socorrer hacia el lugar donde yo, volando en círculos, les señalaba el punto del trompazo. Luego regresaban con aquellos sacos terreros llenos de esguinces, mojicones y magulladuras; pero también de endorfinas, de euforia y de denuedo. ¡Y felices! ¡Muy felices! 

El caso es que ese día, el Ícaro desnortado a buen recaudo, establecido ya en final de la dos, dos, y un poco más tranquilo, me dicen desde la torre: “Autorizado a aterrizar. Pero pásate después por la oficina de Tráfico. Al parecer te está esperando el dueño del tejado”. Maldita sea, pensé, ahora éste pretenderá que le reparen la casa entera. ¡Y que le pinten el coche, no te jode! ¡Pues lo va a tener claro! 

¡Tate!, allí estaba el tal. Manos al cinto, mostacho feito a man y cara de pocos acreedores. Y yo que empiezo a templar gaitas: Y le hablo de nuestro seguro deportivo, y de la Federación, y de que bueno, que claro, que había que primero evaluar bien los daños porque el perito… “Schsst -me interrumpe- alto ahí, que eiquí naide está reclamando nada. So foron unhas cuantas tellas”. ¿Y entonces?, le interrogo con la vista. “Enton verá, e que a miña sogra…” 

Y entonces veréis, ahí despego de nuevo por la pista 22, con la misma cautela que si estuviese transportando cristales de Bohemia, pero con la suegra del Montouto –así se llamaba el tal, luego nos hicimos muy amigos- a mi vera y sin perder ningún detalle. Vivía justo en la prolongación de la cabecera sur del aeropuerto de Peinador, y a pesar de llevar toda la vida bajo el silbido de las hélices, las turbinas y los pistones, jamás se había subido en una aeronave. Yo la miraba de reojo: con los cascos David Clark, la pañoleta negra y el micro incrustado en la sonrisa, parecía Amelia Earhart a los mandos del “Electra”. Sarmientos en las manos, renuevos en los ojos, le calculé noventa adolescencias. Ella a su bola: “¡Ahí está a miña casa! –señalaba- ¡Ahí a iglesia de Mos! ¡Ahí o Concello!” Hice un tres sesenta muy tendido. “¡Ahí O Porriño! ¡Y a carretera de Ourense, mire, mire!” Al verla tan confiada probé a inquietarla con unos cuantos virajes escarpados. “¡Vigo! ¡As illas Cíes!” Luego me atreví con una pérdida. “¡Toda a miña vida desexando facer esto!”. Luego una parada de motor, luego un tirabuzón, luego una barrena… “¡Hoxe é o día mais feliz da miña vida!” Maldita sea, yo a punto de echar la pota y aquella abuela con la impavidez carialegre de una cosmonauta. Por fin puse rumbo al aeropuerto. Cuando me disponía a aterrizar, al contactar con la torre de control en la jerga de rigor: afirmativo, copiado, negativo…, va y me dice toda llena de razón: “¡De negativo nada! ¡Por min delle! ¡Eu pago a gasolina se fai falla!” Hay que joderse…

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