Opinión

Los cincuenta grandes

Ahora que acaba de darse a conocer en Londres la clasificación de los 50 mejores  restaurantes del mundo a cuya cabeza se ha colocado Geranium de Copenhague, con Central de Lima dándole escolta y dos establecimientos españoles –Disfrutar de Barcelona y DiverXo de Madrid- en tercer y cuarto puesto, a uno le pide el cuerpo acordarse de las labores modestas, esas de toda la vida que seguramente en su concepción más popular no tendrán cabida en ninguna de esas cartas que elevan el talento culinario al parnaso de los dioses. Los veranos  son periodos del año muy confortables para catar los pucheros tradicionales, esos que se presentan en las mesas de los pueblos costeros y que se nutren de admirables y honrados productos del mar sencillos de preparar y todos de temporada.

Ignoro qué conceptos priman entre los miembros del jurado que concede esos premios 50 Best Restaurants para establecer esa magna  clasificación que determina los templos gastronómicos terráqueos, pero sospecho que nada tienen que ver con los que maneja el viajero de a pie que se sienta en una silla de tijera  al borde del mar y se atiza unas sardinas a la parrilla –que todavía están en su punto- con pan pingando y al amor de una cerveza recién tirada, pero estoy por creer que por mucho que bailen las papilas gustativas  en semejantes catedrales, la cocina de toda la vida no puede sustituirse por exquisitos rincones altamente sofisticados y mucho menos si esa cocina de olla de barro y cuchara de palo se acompaña de cariño, amistad y buenas canciones mojadas de sangría o vinillo de porrón entre estrofa y estrofa.  Aunque algunos estudiosos sospechan que su génesis se remonta a los sumerios, ayer supe que las divinas albóndigas en salsa marrón oscura a las que personalmente soy tan aficionado son una de las tantas aportaciones a nuestra cocina histórica y cristiana de la culinaria árabe que conocían las pelotas de carne de cordero fritas y posteriormente condimentado con cebolla y caldo como “al bunduga” es decir y simplemente “la pelota”.  Mira que están buenas.

A mi edad y en mi condición de modesto jubilado,  sospecho que nunca almorzaré en uno de esos cincuenta grandes comedores, pero tampoco me importa demasiado. Y sospecho también que los clientes que allí se sientan no están en la línea de gozar con el amor que te da la comida sino que están a otras cosas.

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