Opinión

Rosas y pasteles

Pocas veces una guerra fratricida lleva por nombre el de una de las flores más hermosas y admiradas que existen, y además por duplicado: la rosa. Los anales del tiempo la registran como la Guerra de las Dos Rosas. Seguro que ustedes, queridos lectores, recuerdan donde sucedió esa contienda que marcó el fin de la Edad Media y el comienzo del Renacimiento para el país protagonista. Pues naturalmente que en Inglaterra. Dos poderosas familias inglesas, descendientes de Eduardo III, se disputaban el trono de la nación y cada una de ellas tenía como emblema la rosa. La rosa blanca era el emblema de la casa de York y la rosa roja pertenecía a la de los Lancaster. Ambas rosas, ambas casas, prolongaron su guerra más allá del reinado de Enrique VI.

Sobre ella escribió una de sus obras más emblemáticas el cisne de Avon, que describía como nadie las tragedias de las dinastías inglesas: “La gloria es como una onda sobre la superficie del agua, que no para de hacerse grande hasta diluirse por su propia grandeza”. Sea como sea, también podríamos decir que ambos colores tienen, entre otros, unos significados muy diferentes en nuestra cultura: el blanco, la paz; el rojo la pasión, pero en este caso ambos llevaban consigo la representación de la ambición, el orgullo, la soberbia, la violencia y el caos. Es curioso que una de las acciones humanas más terribles como es la guerra, pueda pasar a la historia con un nombre que inspira el más puro romanticismo.

Aquí volvemos a la importancia de las palabras, su valor y los conceptos que conllevan. Las palabras y los nombres tienen el poder inmenso de intervenir y situar en segundo plano, como en el caso que nos ocupa, la crueldad y la muerte que durante tanto tiempo regaron con sangre los verdes campos británicos. Es el poder de la rosa. Cuerpo a cuerpo se luchaba en la antigüedad y desde entonces hasta hoy, aunque ahora también se utilicen otros medios más sofisticados para vencer al enemigo. Indudablemente la humanidad ha progresado en todo. Pero si vamos a señalar los nombres que de alguna manera velan la realidad del acontecimiento, no olvidemos la Guerra de los Pasteles. Sí señores, la Guerra de los Pasteles, dulce nombre con el que se llamó el primer conflicto bélico entre México y Francia (1838-1839). En ella se dirimía, como siempre, el tema de los privilegios económicos.

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