Opinión

Barrio Sésamo

La generación hoy de mediana edad recuerda las tardes de televisión de su niñez, disfrutando con las dos únicas cadenas disponibles entonces, mientras completaba formación aprendiendo diferencias básicas, como arriba y abajo o cerca y lejos, en Barrio Sésamo, ese epítome de la educación infantil, capitaneado por los inefables Epi y Blas, entre otros curiosos personajes que poblaban tan entrañable universo.

Sería fácil enlazar este recuerdo con otro contraste recurrente como el que existe entre izquierda y derecha. Pero ese gastado recurso acabaría sin duda por ahuyentar al amable público lector que se anima a fijarse, entre tantas, en esta modesta columna. Por ello, en vez de ese manido antagonismo parece preferible elegir otro tal vez menos agotado, como el que media entre eficacia y eficiencia.

Ambos términos proceden del latín, donde expresaban sendas cualidades: la de quien hace lo que está destinado a hacer, el primero; la de quien completa algo, el segundo. Esto es, mientras que la eficacia pone el acento en el objetivo, más que en advertir sobre los medios, la eficiencia pretende alcanzar fines minimizando recursos. Así pasaron al ámbito económico, desde donde es fácil saltar al de la administración pública.

La administración clásica, heredada del siglo XIX, buscando el interés general a toda costa, sin reparar en recursos y apostando por presupuestos incrementales de gasto, apela a la eficacia. Pero, con el tiempo, se ha apegado a la letra de la norma poniendo el foco en complejas directrices, otorgando un rol central a la burocracia para tomar decisiones mediante estructuras jerarquizadas y una distinción radical entre política y administración.

Como alternativa, en la década de los ochenta, se desarrolló en el mundo anglosajón la corriente llamada “Nueva Gestión Pública”, pretendiendo superar los rígidos esquemas de esa administración clásica, acercándola a los principios de gestión privada empresarial. Su mirada “gerencialista” ve a la ciudadanía como consumidora o cliente, enfatizando en la calidad del servicio y la satisfacción del usuario; eficiencia al máximo, o sea.

Tal postura prosperó en países con gobiernos en extremo conservadores y débil estructura de servicio público, aunque las críticas llegaron pronto, dados el concepto de ciudadano/a que encierra -como mero sujeto pasivo de la actividad administrativa- y las carencias democráticas del modelo que fomenta. Por ello, intentando superar esta oposición de contrarios, al inicio de este siglo surge la tendencia llamada “Nuevo Servicio Público”.

Este modelo, sin renunciar a vencer los problemas de la administración clásica, no abraza por ello principios de libre mercado. Quiere servir a ciudadanos, no a clientes; busca un interés público que trascienda la mera suma de intereses individuales; piensa estratégica, pero actúa democráticamente; sirve sin dirigir; promueve la eficiencia sin olvidar la eficacia. Empodera a cada persona, como sujeto activo de derechos, a la vez que valora el trabajo del funcionariado.

La ciudadanía no otorga un mandato para que le entreguen un producto, sino para que le devuelvan democracia; y como tal debe dirigirse todo gobierno, no como una tiranía de burocracia ni como un negocio de servicios, sino postulando una administración pública que ponga a la ciudadanía en el centro; lugar del que seguro partirían Epi y Blas para diferenciar entre izquierda y derecha. O entre eficacia y eficiencia, un suponer.

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