Opinión

Dry martini

Hay dos clases de personas en el mundo: las que quieren dinero y las que no saben lo que quieren”, según el cínico personaje que encarna Javier Bardem en “Éxtasis” (Mariano Barroso, 1996). La frase -hay quien la atribuye a Rockefeller- es uno de esos aforismos con estructura dual, tan del gusto de Mark Twain, que incluso empleó Einstein al decir que “solo hay dos tipos de individuo: quienes creen que todo es un milagro y quienes piensan que nada lo es”.

Obviamente, con estas epatantes sentencias, no se trata de reducir a dos la amplia variedad de personas existente en el mundo. De hecho, en psicología diferencial se han creado diversos criterios con los que poder clasificar los distintos tipos de individuo. Es más, en esta disciplina no se maneja un solo modelo o test, sino varios, que se pueden utilizar dependiendo del objetivo concreto a conseguir.

Más bien, tras esos juegos de palabras -y aquí es donde cabe poner el acento ahora- se esconde el hecho de que tomar partido no es solo una condición inherente a la naturaleza humana, sino también un acto que todas las personas realizamos decenas de veces a lo largo del día; esmaltando así nuestra vida cotidiana con la riqueza, la complejidad y la textura que resultan del colorido mosaico elaborado con esas elecciones.

Luciano Pavarotti contaba cómo respondió la pregunta de un periodista, que se lamentaba de los escasos papeles mozartianos asumidos por el célebre tenor: “Mi corazón ama a Mozart, pero mi voz ama a Verdi”, contestó. Para seleccionar un repertorio que contribuya a forjar una dilatada carrera como cantante, cualquier intérprete lírico sabe que debe elegir entre satisfacer sus gustos personales o atender a sus propias cualidades.

Lo ideal sería que, ante todo tipo de elecciones en la vida, pudiésemos siempre alcanzar un compromiso entre lo que más nos atrae y lo que realmente nos conviene, pues de ese acuerdo íntimo derivan todas las decisiones responsables para nuestro desarrollo como individuos. E idéntico razonamiento debiera servir también para forjar el pacto social sobre el que se basan los procesos electorales que nos involucran como colectivo.

Tristemente, ni las normas que configuran el sistema, ni la actitud al respecto -en general- de los propios partidos políticos contribuyen a mejorar las garantías de una elección libre para la ciudadanía; cuya voz, en ocasiones, parece quedar secuestrada, a la merced de decisiones que le resultan ajenas, como destacaba hace poco un editorial publicado en este mismo periódico que, de tan encendido, resultaba luminoso. 

Sumidos en el ruido que genera la proliferación de mensajes, dejamos de oír lo que nos conviene para quedarnos con lo que nos atrapa, siendo quien más grita o insulta quien acaba colocando sus ideas. Si se añade a ello las casi nulas posibilidades de intervención en los procesos selectivos previos y se combina con un sistema de voto mediante listas cerradas, el envenenado cóctel resultante se sirve tan frío y seco como deja a la ciudadanía.

En cuestión de dualidades, solo acertó Robert Benchley: “Hay dos clases de personas, las que creen que solo hay dos clases de personas y las que no”. Pero, llevando la cita que iniciaba esta entrega al terreno de la política, podría decirse entonces que hay dos clases de personas en ese mundo: las que quieren poder y las no saben lo que quieren. Aunque cabría incluso un penoso híbrido entre ambas: las que quieren poder sin saber lo quieren hacer con él.

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