Opinión

Estamos de acuerdo

Se podrá o no estar de acuerdo en que sean los representantes “libremente” elegidos -en lugar de la ciudadanía, votando directamente- quienes escojan a la persona llamada a presidir el Gobierno; dejando al juego de los partidos la eventual creación de alianzas, ciertamente insólitas, que puedan desembocar en la formación de ejecutivos tan inopinados como impredecibles. Aun así, habrá quien discrepe.

Se podrá o no estar de acuerdo con que sea el jefe del Estado quien deba designar a la persona a investir como presidente del Gobierno y con la libertad que el artículo 99 de nuestra Constitución, a la hora de cumplir con tal mandato, concede al monarca; aunque éste, con razón, haya elegido a quien encabezó la candidatura más votada y con mayor número de escaños en el Congreso. Aun así, habrá quien discrepe.

Se podrá o no estar de acuerdo con las ideas que la persona designada por el jefe del Estado para presentarse a la investidura vierta en el discurso que esté llamado a pronunciar al efecto, así como con las respuestas que ofrezca a sus oponentes en el posterior debate; aunque todo ello lo acompañe de la lógica más elemental y estén de su lado los argumentos y las evidencias más concluyentes. Aun así, habrá quien discrepe. 

Se podrá o no estar de acuerdo en perpetuar a un Gobierno “progresista” -vía elección de su presidente-, aunque el concepto de progreso resulte tan elástico como para abarcar con él dislates jurídicos, políticos y económicos de grueso calibre; entre otros motivos, merced a la designación de personas inaptas para ocupar puestos de gran relevancia, cuando no directamente ineptas para ello. Aun así, habrá quien discrepe.

Se podrá o no estar de acuerdo en que ese concepto de progreso incluya la tarea de resolver aparentes “conflictos políticos”, de origen histórico tan remoto como discordantes con la realidad sociológica española actual y con justificación teñida de insolidaridad económica más o menos encubierta -desde el “España nos roba”, al no menos lamentable (aunque quizás sea más sincero) “España nos empobrece”-. Aun así, habrá quien discrepe.

Se podrá o no estar de acuerdo en la “desjudicialización de conflictos políticos” como mejor solución para resolverlos; aunque ello suponga un claro atentado contra la separación de poderes que rige en el Estado de Derecho moderno de cualquier país civilizado que se precie de serlo -vía intromisión en el poder judicial por parte del ejecutivo- y acarree el desprestigio de nuestras instituciones a nivel planetario. Aun así, habrá quien discrepe.

Se podrá o no estar de acuerdo en que la mejor vía para alcanzar esa “desjudicialización del conflicto” es una amnistía, aunque ello nos sitúe fuera del marco constitucional y nos arroje hacia un abismo jurídico de impredecibles consecuencias; además de implicar una evidente vulneración del derecho fundamental de igualdad ante la ley de toda la ciudadanía que debe presidir la actuación de los poderes públicos. Aun así, habrá quien discrepe. 

La política es el arte de armonizar las discrepancias colectivas, que se vuelve más refinada cuanto más difícil y lejano parezca el resultado final a conseguir. Ahora bien, cuando un acuerdo, por histórico que se quiera hacer pasar, requiere poner a la venta los propios principios, ya estamos hablando de algo diferente. En realidad, se le pueden dar distintos calificativos, aunque ninguno es muy agradable de oír: en eso, nadie discrepa; todo el mundo está de acuerdo.

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