Opinión

Ferrovial o votar con los pies

Cualquier estudiante acabando Derecho sabe que son españolas las sociedades con domicilio en España, que debe tener toda empresa cuyo establecimiento o explotación principal radique en nuestro país (artículo 8 de la ley de sociedades). Ahora bien, si una empresa decide trasladar su sede real a otro lugar, no está obligada a tener domicilio aquí y deja de ser española. Es bastante simple.

Además, la Unión Europea (UE) se asienta, entre otras, sobre la libertad de establecimiento, cuyas eventuales restricciones están rigurosamente prohibidas “en relación con nacionales de un Estado miembro en el territorio de otro Estado miembro… La libertad de establecimiento comprenderá el acceso a las actividades no asalariadas y su ejercicio, así como la constitución y gestión de empresas y, especialmente, de sociedades” (artículo 46 Tratado Fundacional UE).

Siendo esto tan evidente, sorprende la sorpresa entre los miembros del Ejecutivo nacional por la decisión de Ferrovial de trasladar su sede desde España a los Países Bajos (en especial, por las ventajas fiscales que ello implica), y que el propio presidente del Gobierno haya salido a anunciar que se investigará si el traslado es legal. No solo es perfectamente legal, sino que impedirlo, a nivel europeo, es ilegal.

Ya en la década de los sesenta del siglo pasado, el economista y geógrafo norteamericano Charles Tiebout acuñó la expresión “votar con los pies” para expresar que las personas físicas o jurídicas pueden manifestar sus preferencias sobre ingresos y gastos públicos desplazándose al territorio que más se ajuste a ellas, como alternativa al normal proceso democrático, en vez de elegir una concreta opción política.

En dicha teoría se basó, en Estados Unidos, el conocido como “efecto Delaware”, que toma su nombre de uno de los Estados más pequeños del país, pero con un elevadísimo porcentaje de empresas asentadas en su reducido territorio, dadas las ventajas legislativas que se decidió impulsar allí para las compañías; que aprovecharon además las facilidades de un sistema como el americano, donde el cambio de sede social es un trámite mucho más simple que en Europa.

No cabe analizar en este breve espacio el vidrioso conglomerado de vectores presentes en el problema de la deslocalización empresarial. Pero, en el marco de la compleja situación económica que vivimos, quizás ha llegado el momento de entablar un diálogo fructífero sobre los mecanismos de política impositiva, desde una óptica constructiva e inteligente, impulsando fórmulas competitivas de ingeniería tributaria.

En cambio, las infantiles alusiones a la falta de patriotismo de la empresa no parecen más que una estéril pataleta ante conglomerados multinacionales que responden a la lógica del mercado societario y que no pueden basar sus decisiones en meros brindis al sol, disfrazados de buenismo de andar por casa, por las repercusiones que ello puede tener para los intereses de sus accionistas. Tapar el sol con un dedo no va a impedir que siga luciendo. 

Empresas comprometidas con la economía nacional se ven enfrentados al dilema entre la salvaguarda de sus propios beneficios -tentadas a trasladar su sede hacia destinos más favorables- o permanecer apegados al entorno que las vio nacer; en cuyo caso, quizás lo más astuto sería intentar buscarles un abanico razonable de alternativas. Quedarse en el país tendría que poder resultarles siempre más atractivo que votar con los pies. Irse, o sea.

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