Opinión

La España vacilada

Aunque la pluralidad de lenguas se considera en general una riqueza, lo cierto es que, en ocasiones, puede acabar resultando una barrera para la comunicación. Y esto sucede incluso dentro de un mismo idioma, al menos, si consideramos la distancia generacional que traza el lenguaje cuando, o bien persisten locuciones que denotan la edad avanzada del hablante, o bien se acuñan otras nuevas que reflejan su juventud.

A veces, llega la hora de que una expresión originariamente “cool” obtenga carta de naturaleza en el diccionario de la RAE, instante en que el vocablo pasa a ser de forma automática desterrado del mapa de todo lo que mola para ser arrojado al cajón de lo viejuno; de tal manera que la adolescencia en su conjunto mira arqueando una ceja a quienquiera que se les dirija empleándolo, como si de un fantasma del siglo pasado se tratase.

Uno de estos casos es el del verbo “vacilar” que, procedente del latín, donde significaba “moverse de lado a lado”, tiene ese mismo sentido en castellano. No obstante, allá por la década de los noventa, se aceptó también como “engañar, tomar el pelo, burlarse o reírse de alguien”; el popular “no me vaciles”, que nuestros abuelos y abuelas no comprendían, como a algunos nos costó hacernos con eso de “no me rayes” (¿o será ralles?).

Hablando de rayarse, hemos asistido hace poco a la designación de dos conocidas capitales (A Coruña y Sevilla) para albergar sendas sedes de agencias estatales a las que optaba también nuestra ciudad. Obviamente, procede alegrarse por la iniciativa e, incluso, por las afortunadas; pero lo cierto es que, frustración local al margen, el argumentario manejado para llevar a cabo esta operación ha quedado bastante en entredicho.

Se vendió a la ciudadanía esta deslocalización institucional como fórmula para fortalecer la cohesión y la vertebración del territorio; algo que no es raro o ni siquiera original, pues, por ejemplo, en Alemania, desde hace décadas, ni el Tribunal Constitucional ni el Tribunal Supremo -nada menos- están situados en Berlín, sino en Karlsruhe, ciudad con poco más de 300.000 habitantes, al sur del país, en la frontera con Francia. 

En verdad, aun como incentivo para zonas económicamente deprimidas, la deslocalización de sedes administrativas parece el chocolate del loro, si lo comparamos, por ejemplo, con el reparto de los jugosos fondos Next Generation; o, incluso, con los más conocidos fondos FEDER, de los que Galicia se beneficia dado su PIB per cápita, y que procedería invertir, actuando en coherencia, en provincias donde dicho índice es menor, como la nuestra.

Ahora bien, pensar que A Coruña -donde, por cierto, se ubica el Tribunal Superior de Justicia de Galicia- o ya no digamos Sevilla forman parte de lo que se ha dado en llamar la “España vaciada” implica un fuerte desconocimiento, o bien del país, o bien de ese concepto, o de ambos; cuando no un vacile para las localidades aspirantes -no solo la nuestra- que sí lideran el triste ranquin de despoblación y desempleo que caracteriza ese término.

Dicen que hablando se entiende la gente, lo que no debería resultar muy complicado cuando se comparte la misma lengua. No obstante, sucede que, a veces, el idioma político, como los designios divinos, resulta tan inescrutable para los simples mortales que acaba construyendo una nueva barrera, ahora entre representantes y representados. Aunque, en este caso, cabría decir entre vacilantes y vacilados, puestos a ser precisos, o sea.

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