Opinión

La Torre de Babel

El próximo 28 de mayo se celebrará el Pentecostés, palabra de origen griego que significa quincuagésimo, en referencia a los cincuenta días posteriores al Domingo de Resurrección, donde finaliza el Tiempo de Pascua. En el judaísmo, es una de las grandes celebraciones de su calendario. En España, es más conocido por coincidir, entre otras, con la festividad de la Virgen del Rocío (la Blanca Paloma). 

Como quizás alguien recuerde, en el Nuevo Testamento (concretamente, en los Hechos de los Apóstoles) se narra la venida en ese día del Espíritu Santo sobre los discípulos de Cristo -desanimados por su ausencia tras la crucifixión- que derramó sobre ellos el “carisma” (palabra también de origen griego) en forma de lenguas de fuego, tan bellamente representadas en el famoso cuadro de El Greco conservado en el Museo del Prado.

A partir del milagro obrado por la efusión del Paráclito, los Apóstoles pasaron a ser profetas y todos cuantos los oían podían escucharlos en su propio idioma. Así, Pentecostés se concibe como metáfora de restauración de la unidad perdida en Babel, lugar mítico donde la soberbia humana pretendió construir una altísima torre que acabó causando la confusión de las lenguas, sin que unos pudieran comprender a los otros, quedando la construcción inconclusa.

Hay quien atribuye un origen real a esa legendaria Torre, identificándola, en particular, con un zigurat babilónico del siglo VI a. C. dedicado a Marduk, conocido como Etemenanki. Pero, en todo caso, con independencia de su dudosa autenticidad, el relato del Génesis donde se describe el castigo de Yahveh a la humanidad por su arrogancia ha pasado a la historia como sinónimo de conflicto y de falta de entendimiento entre las personas. 

Coincidencia o no, hasta el Domingo de Pentecostés, día previsto para votar en las elecciones municipales, la gestión municipal habrá venido padeciendo varios años de confusión sin sentido y de falta de comprensión entre unos y otros; quien sabe si, incluso, originados por la construcción o no de alguna altísima torre. Cunde un desánimo generalizado ante la larga ausencia de un liderazgo carismático e indiscutido en la ciudad.

Hace varios meses, empezando esta serie de columnas, una de las entregas llevaba por título “La Trinidad imposible” (La Región, 28 de julio), aludiendo -en diferente contexto- al concepto desarrollado en la década de los sesenta por Fleming y Mundell, bautizando los casos en que no se puede alcanzar al mismo tiempo tres objetivos sin sacrificar uno de ellos. Por un nuevo azar, justo una semana después de las elecciones se celebra la Trinidad.

Para entonces, quizás se haya despejado alguna incógnita en la Trinidad imposible dibujada por la aritmética de los tres partidos con aspiraciones a gobernar, que convierte el escenario político posterior en un sudoku a la altura de una ecuación diferencial. Y donde el penúltimo capítulo va de usar como arma arrojadiza imprevisibles pactos, pretendidamente apocalípticos, en vez de centrarse en debatir propuestas que interesen a la población.

El castigo divino de la Torre de Babel también puede verse como la oportunidad para abrir nuevas posibilidades y opciones. Porque, ante la confusión y el odio más terribles, siempre cabe desear que brote la semilla del entendimiento, superando las diferencias en pro del bien común; que nunca es la suma de intereses individuales, más o menos espurios, sino la construcción del proyecto colectivo que los trasciende.

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