Opinión

Mientras florecen las acacias

Pasado el espejismo de los fastos del carnaval, llega la cuaresma; un período previo a la Semana Santa, que representa el recogimiento y la penitencia, extendiéndose desde miércoles de ceniza hasta el domingo de ramos. Casi seis semanas destinadas, en principio, a la purificación y la iluminación interna, tradición compartida por distintas ramas del cristianismo, según los lugares donde se practica dicha religión.

Durante este tiempo litúrgico, se produce el tránsito entre el invierno y la primavera que, en la ciudad, anuncian los vencejos; coincidiendo con la floración primero de los camelios -especie oriunda de Oriente, tan bien adaptada a nuestro territorio- y luego de los magnolios, prunos o cerezos, inundando el paisaje de color y el aire de un aroma que se extiende desde nuestra conurbación verde hasta el mismo centro.

Por desgracia, florece también la mimosa (o acacia); planta considerada invasora y letal para el monte gallego, al menos, hasta la próxima ley de bienestar vegetal que se pueda estar perpetrando ya en algún lugar. Es curioso que una de las calles con más encanto de Berlín se llame precisamente “Akazienstrasse” (calle de las acacias); aunque, en verdad, sobre el duro asfalto, lo propio es renunciar a invadir y limitarse a lucir bella.

La frondosidad y altura de éstos y otros árboles en las calles de la ciudad no es lo único que llama la atención, al llegar a la capital alemana. También, la escasa densidad del tráfico, comparado con el que cabría esperar. Además, pasando un tiempo en Berlín, se perciben las diversas personalidades de sus barrios, los cuales convergen creando la imagen de una gran urbe que, no obstante, ha aprendido a respetar su escala humana.

Esta es la idea básica que promueve, en los últimos años, la alcaldesa de París, apoyada en las teorías de su asesor Carlos Moreno, sintetizadas en la noción de “ciudad del cuarto de hora”; para el autor, aquélla donde “en menos de 15 minutos, un habitante puede acceder a sus necesidades esenciales de vida: vivir, trabajar, abastecerse, curarse, educarse, desarrollarse”. Aunque el ejemplo que propone seguir para París no es Berlín. Es Pontevedra.

Preguntarse si Ourense puede llegar a ser como Berlín parece incitar a la sorna, por la obviedad de la respuesta. Ya no digamos París. Pero, en vez de risa, provoca una mezcla de pena y rubor cuestionarse si podemos ser como Pontevedra. Claro es que aquí no tenemos el aliciente del mar, aunque tampoco París ni Berlín; por cierto, ambas surcadas por sendos ríos a los que poco tiene que envidiar nuestro caudaloso Míño.

Implantar la ciudad de un cuarto de hora llevándola al extremo -como han pretendido en algunos lugares- puede desembocar en descontento general y causar fuerte rechazo; pues la imposición de cierto tipo de restricciones a la movilidad potencia que se creen auténticos guetos orwellianos. Si bien, extremismos aparte, la filosofía de cronourbanismo que inspira estas tesis, tras la pandemia, parece haber llegado para quedarse. 

Ourense no es París ni Berlín, pero tampoco lo necesita para servir de modelo urbano. Despojada, entretanto, de disfraces y devuelta a su realidad cotidiana, más vale que este tiempo de penitencia y recogimiento favorezca la iluminación interna de la mayoría; pues corre el riesgo de quedar atrapada en un bucle perpetuo de carnaval y de cuaresma, mientras florecen las acacias. Esa planta que luce bella sobre el asfalto, aunque invasora y letal.

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