Opinión

Los misterios eleusinos

A unos veinte kilómetros al norte de Atenas, se sitúa la hoy ciudad de Eleusis, ayer antiguo pueblecito que albergaba un santuario dedicado a la diosa Deméter y a su hija Perséfone. Allí se celebraban unos ancestrales ritos en los que cualquiera podía iniciarse, pero, una vez dentro, quedaba prohibido contar o escribir nada acerca de ellos, por lo que, como consecuencia, un enigmático manto se cierne sobre los mismos.

La rigurosa prohibición de profanar los misterios eleusinos acabó con Alcibíades, discípulo de Platón, acusado de haber llevado a cabo el ritual en su propia casa, siendo juzgado y condenado a muerte por sus enemigos políticos. Cierto es que concurría otra denuncia -haber mutilado unas estatuas llamadas “herma”- y que, por contumaz, acabó falleciendo posteriormente y de modo no por más tardío menos original.

En el juicio por ambos crímenes -cuyo vínculo es debatido, aunque se sabe que sucedieron el mismo año- intervino Andócides, gran orador, descendiente de familia de ilustre linaje que hay quien remonta -él mismo, posiblemente- al propio dios Hermes, cuya relación con el reo era manifiestamente mejorable, dado que uno de los discursos que se conservan del aristócrata lleva por título “Contra Alcibíades”.

En tal escrito, Andócides culpa a su rival de ofrecer “por un lado palabras de demagogo, pero por el otro, acciones de tirano”; y se lo considera uno de los primeros textos, allá por el siglo V a.C., que contiene una connotación negativa de la palabra “demagogia”; la cual, en griego clásico, significaba inicialmente “el arte de conducir al pueblo”, al proceder de una conjunción del sustantivo “demos” (= pueblo) con el verbo “agein” (= conducir).

Hace unas semanas, versaba esta columna sobre el contraste entre sendas palabras usadas en un mismo entorno y que, partiendo de raíz común, derivaron hacia significados diferentes (eficacia y eficiencia). Algo semejante sucede con el par “democracia / demagogia”; pues todo gobierno del pueblo (= democracia) que pretenda ser adecuado y justo debe alejarse tanto de propuestas demagógicas como de los tiranos que las representen.

Alcibíades no es el único testimonio del severo rigor con el que se tomaban en la Grecia clásica la depuración de sus responsables políticos. Incluso el maestro de su maestro acabó apurando la copa de cicuta mientras recordaba que le debía un gallo a Esculapio. Quizás nuestra civilizada sociedad debiera asumir que la peligrosa alianza entre demagogia y tiranía advertida por Andócides mantiene plena su vigencia y actuar con mayor contundencia contra ella.

Sucede que se puede conducir a un colectivo de muchas formas. Ya los romanos diferenciaban entre “ducere”, o conducir guiando, a quienes voluntariamente se ponen detrás, y “agere”, o conducir arreando, como hacen los pastores con los borregos. De ahí que los demagogos, desde Polibio, sean quienes, con falsas promesas y vocinglería, pretenden guiar a la gente a favor de intereses -aun contrarios a los generales- indudablemente propios.

De Rusia a Méjico, de Estados Unidos a China, el desdichado arte de la demagogia extiende sus víricas alas volando por encima de las fronteras, sin olvidarse de las nuestras. En verdad, aunque hoy disponemos de mecanismos más refinados que en la Antigua Grecia para detener su pandémico avance, sus rituales pueden parecer tan sofisticados e inescrutables para los no iniciados, que acaban por ello evocando a los propios misterios eleusinos.

Te puede interesar