Opinión

No hay palabras

Asistimos en estos días a escenas de horror tan incomprensibles como lejanas, particularmente en Ucrania, aunque no únicamente. A pesar de que haya quien diga que las guerras son inevitables, en verdad, no deja de sorprender lo poco que hemos aprendido de nuestros propios errores en la historia de la humanidad; pero también es cierto que, en ocasiones, preferimos cerrar los ojos o los oídos ante todo aquello que no nos salpica directamente

En tales circunstancias nos hallamos cuando aparece en este mismo periódico la noticia de que un joven estudiante de 13 años pierde la vida en un instituto de la ciudad por el derrumbe del muro que separa la zona de vestuarios de la de las duchas. Si esta noticia ya resultaría chocante y lastimosa pensando que podría suceder en algún país del a veces llamado tercer mundo, el hecho de que nos toque tan cerca la colma de un espanto difícil de procesar.

Es imposible intentar ponerse en la situación de una familia que envía a su hijo a un instituto público una mañana y al rato reciben la noticia de que deben acudir al centro porque ha fallecido. Pero saber que la causa de la muerte se debe de manera directa al mal estado de unas instalaciones (en este caso concreto, como resulta ser, según la información, una pared con peligro de derrumbamiento) es inaudito y completamente inaceptable.

Como se anunció desde un principio, en esta columna se intenta aportar una mirada positiva hacia nuestra ciudad, poniendo el acento en asuntos que pueden revestir cierto interés colectivo, tratando así de aportar ideas o iniciativas que impliquen una mejora en las condiciones sobre las que se basa nuestra convivencia. Pero, ante acontecimientos como el presente, todo lo que se pueda decir hoy aquí semeja inconveniente y vacío.

Lloverán ahora los lamentos y las condolencias, todos ellos indudablemente sinceros y sentidos, abarcando todo el espectro posible y desde el escalafón más alto al más bajo, llorando tan funesto suceso. No obstante, de poco sirve ahora, ante el sufrimiento de esta familia, sacudida por una tragedia tan terrible, que se agrava todavía más por la circunstancia de que podría haber sido perfectamente evitable.

¿Qué se puede decir ante una pérdida de semejante calibre, tan increíblemente injusta, sin que suene hueco o frívolo? ¿Cómo hallar consuelo o transmitirlo ante este horror de lo cotidiano, tan sorprendentemente cruel, que nos deja sin habla? Ciertamente, los calificativos no se encuentran, ya ni sirven, al tener que afrontar acontecimiento tan dramático. No hay palabras que hoy puedan aliviar tanto dolor.

La semana pasada, en un instituto de Estados Unidos, tras una amenaza en redes sociales, las autoridades locales desplegaron el protocolo de seguridad, dado que creyeron posible un tiroteo en el centro escolar. Los progenitores alarmados -coincidiendo, casualmente, alguna de Ourense- temieron por sus hijas e hijos, aunque todo concluyó finalmente en una falsa alarma. De todas formas, cualquier precaución es poca considerando los precedentes en ese país.

Aquí, en Galicia, en nuestra Europa del primer mundo, no podemos siquiera imaginar que algo semejante pudiera ocurrir. Sería impensable. Pero a ver quién le explica ahora a esta familia que, a pesar de que no estamos en Ucrania, ni en Estados Unidos, ni en Somalia, su hijo de 13 años no verá esta Navidad, porque se le cayó encima un muro de su colegio. A ver quién se lo explica y a ver quién asume la responsabilidad.

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