Opinión

Orange is the New Black

Feijóo, ourensano universal nacido en un pueblo bañado por el Miño, tardó varios años de su vida, como quizás alguien recuerde, en completar la que llegaría a ser, con el tiempo, su obra magna, el Teatro Crítico Universal; cuyo tomo II está dedicado a otro ilustrado fraile -el padre Sarmiento- y donde, hacia el final del Discurso II, desglosa lo que él denomina “vulgarizadas falsedades de la Historia Natural”, entre las que sitúa el canto del cisne.

Con esta frase, se suele aludir al último esfuerzo que alguien lleva a cabo antes de fallecer o de jubilarse, ciertamente, a modo de metáfora. De ahí que, por ejemplo, el editor de Franz Schubert diera ese mismo nombre (“Schwanengesang”) a la colección póstuma de lieder del célebre compositor vienés; al igual que lo hiciera el germano Telemann con uno de sus conciertos barrocos, un siglo atrás.

Tal vez fue la amplia difusión de esta creencia lo que llevó a Luis Quiñones de Benavente -ilustre exponente del Siglo de Oro de la literatura española- a escribir aquel verso que decía “cisne llama al que confiesa/ que para morirse canta”; aludiendo con ello al potro donde los presidiarios podían ser sometidos a las más atroces torturas, para que entonaran -cual cisnes antes de morir- el mea culpa, por los crímenes de que se les acusaba. 

El dicho tiene, sin embargo, base zoológica, tan real para algunos naturalistas como controvertida para otros -Feijóo, entre los segundos-; según la cual, el cisne -ave que carece de llamada-, tras haber permanecido en silencio durante la mayor parte de su vida, cantaría una bella melodía justo antes de morir. La explicación de esta antigua discordia científica se debe, en realidad, a que existen diversas clases de cisne.

El más común en Europa, llamado cisne mudo, carece de capacidad canora; pero existe también el cisne cantor, que emite una serie de notas al espirar su último aliento, debido a un bucle traqueal adicional en su esternón. Se cuentan unas diez especies de estas aves. Hasta los hay negros, como Baltasar. Incluso, se cree haber avistado por el centro -aunque su hábitat oscila- un ejemplar, en extinción, de cuyo plumaje arranca el sol irisaciones color naranja.

Curiosamente, los analistas de mercado denominan con la expresión “cisne naranja” a los sucesos que, pese a resultar inesperados, acaecen con el tiempo suficiente como para que los inversores se puedan preparar, en el caso de que finalmente acontezcan -la elección de Trump, un suponer-; a diferencia de lo que ocurre con el “cisne negro”, hecho tan imprevisible que golpea a la economía sin tiempo disponible para anticiparlo. 

Los procesos de extinción de la fauna alertan a grupos ecologistas, que lanzan tan dramáticas como justificadas apelaciones a la conciencia ciudadana. Pero, más desapasionadamente, para Darwin, se trata de un simple fenómeno particular, relativo al final de un linaje concreto en una especie. Tragedia o no, en cualquier caso, todo apunta a que la presencia del cisne anaranjado pronto dejará de alegrar el pálido tono del ecosistema zoológico nacional.

En el marco de semejante hecatombe, no obstante, conviene que esté a la escucha quien tenga curiosidad por oír cómo suena el delicado canto de estas aves, tras haber permanecido en silencio la mayor parte de su vida. Al menos, su sacrificio habrá servido para constatar empíricamente que los cisnes cantan antes de morir. Pistas ya han dado. Solo así se podrá saber si tenía o no razón Feijóo.

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