Opinión

Pasar a la historia

En 1931, el cine sonoro ya llevaba tres años en marcha, pero Charles Chaplin (alias “Charlot”) se arriesgó a escribir, dirigir y protagonizar la hoy considerada una de sus obras maestras, “City Lights” (“Luces de la ciudad”), donde el célebre vagabundo ataviado con bombín y bastón que solía interpretar se enamora de una joven florista ciega, al son de los acordes de la españolísima canción “La Violetera”, del maestro Padilla. 

Como si de toreros se tratase, visten estos días de luces desde la capital al último pueblo del país, compitiendo entre sí por atraer turismo navideño, a base de instalar, con mejor o peor tino, diferentes y variadas instalaciones lumínicas, bajo la misión común de recordarnos que es esa época del año donde -ironías de la condición humana- cierto sentimiento religioso se da la mano con el más salvaje consumismo.

La decoración urbana navideña ha alumbrado ya ricos debates a favor y en contra, donde se maneja toda clase de argumentos, desde el presuntamente elevado retorno económico hasta las críticas de quienes lo ven como un despilfarro inadmisible, pasando por las quejas de la vecindad afectada por concretas actuaciones o de la que se cree marginada por defecto de éstas. Se ve que nunca brilla la luz a gusto de todo el mundo.

Al margen de estas bizantinas discusiones, donde sí parece existir un consenso generalizado es a la hora de contradecir aquel principio minimalista de “menos es más”, a veces atribuido al arquitecto germano-americano Mies van der Rohe, que lo popularizó; aunque, en realidad, fue el pintor y escritor neoyorquino Ad Reinhardt, neodadaísta considerado pionero del arte conceptual, quien registró la frase por escrito por primera vez.

Seguramente todo el mundo conserve algún recuerdo entrañable asociado a un brillante diseño de ornamentación urbana navideña. Los árboles de los Campos Elíseos en París, adornados de forma que gotas de luz parecen resbalar por sus ramas. O el “Herzerlbaum” que se alza en la Rathausplatz de Viena, justo frente al ayuntamiento, engalanado con decenas de corazones rojos que iluminan por la noche el cielo de la capital austriaca.

Pero en la frenética carrera hacia el top de bombillas por metro cuadrado parece haberse olvidado que existen alternativas a la parafernalia de luces y purpurina a la que nos hemos acostumbrado, para poder disfrutar del espíritu navideño. Aparte de que copiar -en general, con desacierto- lo que otros hacen, impide hallar el estilo propio y singular que nos diferencie y realce la ciudad como destino turístico, si es que de eso va la cosa. 

Sin necesidad de irse muy lejos, aparecen modestas pero interesantes iniciativas de las que ya podrían aprender capitales locales, incluida la nuestra. Ayuntamientos como Vilar de Barrio o Allariz ofertan variadas actividades que anteponen la participación y la convivencia de sus residentes, frente a la grandilocuencia y el exceso generalizados. No hay por qué vivir en París o Viena para poder gozar de una Navidad única.

En enero, esta luminosa competición habrá pasado a la historia, del buen gusto, el algún caso, del pésimo, en la mayoría; todos dentro del kitsch. Porque pasar a la historia no es tan difícil. Hasta lo consiguió Calígula, pese a la “damnatio” dictada por el Senado romano, para borrar todo rastro de su reinado de terror. Aunque, si de lo que se trata es de enmudecer, como la película de Charlot, objetivo conseguido. Banda sonora de villancicos mediante, eso sí.

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