Opinión

El profeta extranjero

El machón que sostiene el lado septentrional del Pórtico del Paraíso aloja, entre otras varias, la figura de un profeta de cuyas manos cuelga una filacteria donde apenas aparecen esbozadas varias líneas, pero sin concretar grafía alguna que arroje luz sobre su identidad. Carece de barba y de nimbo, el halo símbolo de santidad, apoyando sus pies sobre la figura de una cabeza humana que se mesa el cabello con aparente desesperación.

Era propio en las seos del Medievo que su atrio sirviera no solo de antesala al templo, sino también para otros usos públicos asamblearios y, de ahí, la importante presencia iconográfica. Pero, como recordará quien haya nacido aquí antes de la década de los setenta, la fachada occidental de nuestra Catedral -donde se sitúa el Pórtico- carecía de acceso directo a la calle, integrándose en ella un enorme balcón. 

La solución dada al edificio ourensano conseguía multiplicar la impresión del conjunto sobre sus visitantes que, accediendo al interior por las otras puertas, concluían el recorrido sobrecogidos ante su majestuosa belleza. Impacto semejante pretendió Bernini, al rediseñar el colosal espacio frente a la Basílica de San Pedro, aprovechando el laberinto medieval de callejas que bloqueaban su vista previa, deslumbrando así a todo el que llegaba.

Cuando demolió la “spina” del Borgo, Mussolini acabó con el efecto Spielberg del Vaticano, aunque la propuesta de Marcello Piacentini intentó respetar en parte la intención de Bernini. Nosotros no tuvimos tanta suerte: enterrado el espectacular proyecto de Antonio Palacios para la plaza de San Martín, en lugar de engrandecerla, quedó ridículamente reducida, a causa, entre otros dislates, de la desmesurada escalera de piedra que lo reemplazó.

Habitar un lugar va mucho más allá de ocuparlo. El urbanismo expresa nuestra reflexión colectiva sobre los espacios que queremos destinar a la convivencia, es el espejo en que se mira una ciudad a través de los años, como telón de fondo por el que se filtran los olores y sabores de la vida cotidiana. Y, simultáneamente, la propia realidad desplegada en el entorno modifica esas coordenadas de espacio y tiempo sobre las que aquél se asienta.

Ourense es, ni más ni menos, el reflejo de quienes aquí vivimos, pero también a la inversa; pues, así como los edificios y los trazados de las calles son inertes y, por tanto, indiferentes ante el decurso de la historia humana, no sucede lo mismo al revés: el urbanismo nos influye y condiciona pausadamente; de modo que, poniendo en orden nuestra ciudad, contribuimos también a ordenar nuestras propias vidas individuales.

Por ello, nuestro urbanismo precisa de una honda reflexión, continuando con un respaldo consensuado y definitivo al propio Plan General de Ordenación, asunto particularmente traumático, como es bien sabido. Y, además, unido a ello, la administración local debería tomar las riendas del impulso a políticas de acceso a la vivienda, como mecanismo imprescindible, entre otros aspectos, para la necesaria fijación de población en la ciudad.

La cabeza que pisa el profeta desconocido representa la desesperación misma, tal vez como oráculo de la que padecerían siglos más tarde los habitantes de esta urbe, a la vista de un plan que nunca está, ni se le espera. De ser así, al menos esto arrojaría una pista sobre la identidad de la misteriosa figura: no era de aquí. Porque, según recogía ya el Evangelio de San Lucas, nadie es profeta en su propia tierra.

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