Opinión

Putilandia

Kaliningrado es la capital de un territorio de Rusia ubicado en plena Unión Europea, pues entre Polonia y Lituania cierran por completo sus fronteras. Algo así como un Treviño -sin desmerecer al singular condado burgalés- a la soviética. Escalofriantemente curioso. Antes se llamaba Königsberg, en la Prusia natal de Kant, quien nunca viajó a más de 150 kilómetros de allí, sin haber dejado por ello de inspirar a pensadores de todos los rincones.

Aunque tan humano es añorar nuestro sofá en la interminable cola de acceso a Versailles, bajo el inclemente sol de agosto, como pensar en Bora-Bora cuando aquí se cierne un ruso invierno. Así, “los que están sentados en una butaca sueñan con viajar y los que viajan sueñan con estar sentados en una butaca”, como apunta Anne Tyler en su novela de 1985 “El turista accidental” (filme de Lawrence Kasdan con igual título, en 1988).

Hay, en todo caso, quien prefiere recostarse en su sillón; tal vez porque “dormía y soñé que la vida era belleza / desperté y hallé que la vida era deber”, en versos de la poetisa americana Ellen Sturgis (“The Dial”, julio de 1840); al parecer, inspirados precisamente en la profunda severidad del pensamiento estoico de Kant quien, como quedó dicho, parecía preferir su propia butaca a la del tren.

Estoicismo kantiano aparte, el viajar parece haberse convertido hoy en la nueva religión universal; cuyos ritos documentan sus practicantes a través de estremecedores reportajes audiovisuales, testimoniando los agónicos esfuerzos por cumplir con los diez mandamientos del turista, que se cierran en dos: visitarás todo lugar de interés que incluya Lonely Planet y no abandonarás la habitación del hotel hasta el último minuto.

Dentro de la cuantiosa inversión de tiempo y dinero que acarrea la vorágine actividades presente en el turismo actual, nunca falta el inefable repertorio de monumentos y museos “must-see”, cuyo disparatado número de visitas causa un pasmo directamente proporcional al elevado porcentaje de extranjeros que apenas han reparado nunca en los equivalentes autóctonos. Mucho menos, si éstos se ubican “en provincias”.

De hecho, casi en cada rincón de esta nuestra despoblada abundan testimonios históricos y artísticos de pasados esplendores; de modo que todos ellos, en su conjunto, integran la más prodigiosa exposición permanente que comisario alguno se atrevió jamás a soñar en su butaca; completamente accesible y gratuita, dentro de un gigantesco museo vivo de montes, valles y ríos, pero tristemente desapercibida, a veces, incluso para los propios lugareños.

Por desgracia, el alambicado oligopolio de las redes sociales no garantiza la exposición pública de nuestras bondades. Ourense no se vende solo, pero conviene que se venda bien. Con iniciativas que aprovechen las sinergias entre lo público y lo privado, lo cultural y lo lúdico, el arte y la gastronomía, la calma y la fiesta; capitaneadas por la administración local, apoyada en su personal técnico e, incluso, investigador como el del Campus.

Ambas de belleza incomparable, no corresponde, ni se pretende que compita la sorprendente gracia de nuestra Virxe Abrideira con la impactante presencia de la Victoria de Samotracia; ubicada, por cierto, al final de la escalinata Daru, así bautizada como homenaje a un ministro de Napoleón; igual que Kaliningrado lo fue en honor a otro de Stalin. Solo falta que al actual presidente ruso le dé por hacerlo con su cacofónico apellido. Sería el colmo de la maldad.

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