Opinión

Querer la espina

Canta Ricardo Arjona “o aprendes a querer la espina o no aceptes rosas”, haciendo referencia a una relación romántica. Un trasunto ligeramente más amargo del no por más celebrado menos cómico final de “Con faldas y a lo loco” (“Some Like it Hot”, Billy Wilder, 1959) donde el acompañante de Jack Lemon en la lancha -tras haberse éste despojado de su peluca- le replicaba con la frase de “nadie es perfecto”. 

En entornos menos íntimos, que no haya rosas sin espinas se puede asociar al castizo dicho “quien algo quiere, algo le cuesta”. También, al refinado proverbio en latín “dulcius ex asperis” (más dulce tras lo áspero), con el cual se da a entender que el éxito sabe mejor cuando viene precedido de la superación de las dificultades. O, lo que viene a resultar semejante, el valor de la cultura del esfuerzo. En una palabra: mérito.

En la antigua Grecia, las Moiras -a quienes se refieren por ejemplo la Ilíada o la Odisea- eran las deidades que personificaban el destino. Su nombre se relaciona con la expresión “meiresthai” (“corresponder a uno”), que en latín evoluciona hacia el verbo “merere” (“merecer”), de cuyo participio “meritum” resulta finalmente la palabra mérito. De ahí la expresión “meritocracia”, cuando se pretende que gobiernen las personas de mayor valía.

La implantación de la cultura del esfuerzo y su corona de rosas con espinas, la meritocracia, debe asentarse sobre la base de un presupuesto imprescindible: un escenario de igualdad de oportunidades; de forma que, dentro del mismo, los ganadores merecen su fortuna. Lo captó muy bien el eslogan de una conocida marca de cosméticos, donde se decía eso de “porque yo lo valgo” (que, de paso, servía como fórmula de empoderamiento femenino, un suponer). 

Quien predique la existencia de una igualdad real de oportunidades cae en pura demagogia, incluso en sociedades pretendidamente avanzadas, como la nuestra. De ahí el esfuerzo que debe exigirse a los poderes públicos, con especial intensidad, al más cercano (la administración local) para promover una ciudad socialmente cohesionada, unida entre sí, más fuerte por ello para resistir los embates futuros, resultando en suma una sociedad resiliente. 

Desde la empleabilidad a la digitalización, desde la accesibilidad a las políticas de igualdad de género, pasando por el cuidado del bienestar o la apuesta por el teletrabajo, la presencia de los mecanismos de cohesión social debe impregnar la totalidad de las políticas municipales; puesto que fomentar dicha cohesión implica defender el interés común, percibido más allá de la suma de meros intereses individuales, a los que trasciende.

Ahora bien, el miedo a que la meritocracia desemboque en tiranía ante la ausencia de igualdad real de oportunidades no debe servir de pretexto para despreciar una relación de proporcionalidad directa entre prosperidad y esfuerzo, como base para una convivencia en libertad. Más bien, con Sócrates, convendría entonces relativizar la noción de “éxito”, con frecuencia unido al económico, para asociarlo con la idea de superación. 

Si convertimos el propio camino en la meta, la igualdad de oportunidades no implicará que todo el mundo deba alcanzar idéntico destino, sino cada quién aquél que realmente le satisfaga. Igualdad de salida ni implica ni equivale a igualdad de llegada. Y para quienes teman una tiranía del mérito, que no se preocupen: aquí ya está de sobra neutralizada, como delata un simple vistazo a casi cualquier lista electoral.

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