Opinión

Senectud, divino tesoro

Quizás a la mayoría no le diga mucho el título del poemario publicado en 1905 bajo el sonoro nombre “Cantos de vida y esperanza” por el nicaragüense Rubén Darío; y menos aún, dentro del mismo, un poema en particular, “Canción de otoño en primavera”. Pero casi todo el mundo habrá oído alguna vez, en cambio, los versos con los que comienza: “juventud, divino tesoro/ ¡ya te vas para no volver!/ cuando quiero llorar, no lloro/ y a veces lloro sin querer”. 

El poeta loa esa edad mágica, plena de vigor e ilusiones, que se presta a vivir con cierta despreocupación, según se canta incluso en la propia Universidad, cuyo célebre himno “Gaudeamus Igitur” -de música dieciochesca, pero letra medieval- celebra la divertida juventud que precede a una vejez molesta, perpetuamente asociada al deterioro o la enfermedad, amén de otras percepciones negativas y estereotipadas.

Para combatir tópicos discriminatorios -pretendiendo una aproximación distinta que eliminase desfavorables representaciones sociales- hace casi dos décadas la OMS adoptó el entonces novedoso concepto de “envejecimiento activo”, que ha pasado de recopilar una mera colección de actividades a suponer una planificación integral, un auténtico “envejecimiento responsable”, satisfactorio para las personas y útil para la sociedad.

Garantizar ese derecho a las personas mayores supone devolver la deuda contraída años atrás con quienes sacrificaron el divino tesoro de su juventud por nuestro actual bienestar. Tan fácil de entender como complejo de gestionar, dada la angulosa geometría de variables humanas y técnicas que se deben manejar adecuadamente y donde resulta evidente el protagonismo que deben asumir las administraciones locales.

Más allá del recurrente debate sobre el futuro de las pensiones, a nivel local, un enfoque holístico sobre el fenómeno del envejecimiento de la propia población debe asentarse, al menos, sobre cuatro pilares: autonomía para elegir libremente, controlando la propia vida; consideración de la heterogeneidad del colectivo; normalización de la figura; y transversalidad de tratamiento, comprometiendo para ello a todos los agentes implicados.

En plena eclosión de la “efebocracia” -término de moda, que ya acuñara Ortega y Gasset en 1927- no es fácil vender ante el público general una serie de propuestas cuyo destinatario preferente sea el segmento de personas de mayor edad. Quizás a ello se deban decisiones más difíciles todavía de explicar que de entender, como las trabas, hoy felizmente ya superadas, a un proyecto en esta ciudad auspiciado por un mecenas tocayo del filósofo.

Una cosa es despojar a la vejez de su túnica de clichés y otra muy distinta practicar un buenismo irracional que impida advertir los serios problemas que la rodean. La soledad, la dependencia, las necesidades de adaptación o los trastornos degenerativos son plagas del mundo moderno que se ceban en la gente mayor y de las que, ni quien escribe ni quien lee esta columna, estaremos por completo a salvo. Toda colaboración para combatirlas es poca. 

Fiel al célebre retruécano final de su conocida rima, Rubén Darío disfrutó de una vida intensa, aunque colmada de altibajos; en todo caso, muy lejos de ser un ejemplo de envejecimiento responsable, pues el alcoholismo que padecía llegó a afectar incluso a su propia salud mental, muriendo relativamente joven. Aunque haya quien prefiera llorar su vejez queriendo, esperemos no llorar la nuestra, ni siquiera sin querer.

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