Opinión

La ventana de Overton

En plena resaca tras los resultados de los comicios locales y el controvertido pleno de elección de alcalde en nuestra ciudad, sin tiempo para un respiro, llegan las elecciones generales. Caza mayor que confronta modelos antagónicos de Estado, cuya colisión es patente en el fondo y en las formas, según se aprecia ya en la precampaña, a la espera de lo que se exponga en programas, debates y mítines propios de la campaña electoral en sí.

De este modo, cada cuatro años -un poco menos, en esta ocasión- se repite la misma liturgia, aunque aderezada con los matices que aportan, por un lado, el paso del tiempo y la consiguiente evolución social, así como, por otro lado, las dinámicas internas de las fuerzas políticas que compiten entre sí, bien por continuar en el poder, bien por alcanzarlo desplazando a sus rivales -conspicuas alianzas incluidas- en un castizo Juego de Tronos nacional.

En tan feroz contienda, cada quien intentará arrimar el ascua a su sardina, utilizando para ello las que considere sus más eficaces armas, sin olvidar -o, al menos, sin pretenderlo- la ideología característica de la formación política a la que representa. Aun a sabiendas de que, en nuestro país, una regla no escrita suele inclinar la victoria en votos hacia la formación que se percibe más capaz de conquistar el centro político.

El fenómeno fue analizado en los años noventa por el prematuramente fallecido politólogo estadounidense Joseph Overton, quien estudió el rango de políticas naturalmente aceptables para la población en general en un momento dado, enmarcando su gama en un área determinada -denominada en su honor como la ventana de Overton- que describía un espectro, de mayor a menor libertad, articulado verticalmente sobre un eje.

Así, las políticas consideradas como más radicales o inconcebibles quedarían fuera de esa ventana de aceptación y pocos o ningún político se animarían a defenderlas, bajo claro riesgo de perder votantes. Esto explicaría que aquellos partidos situados más hacia los extremos del espectro ideológico -bien sea a la derecha, bien sea hacia la izquierda- tengan mayores dificultades para hacer valer sus respectivos discursos en las urnas.

No obstante, la ventana de Overton no es fija, sino que puede moverse a lo largo del eje, de modo que ideas inicialmente situadas fuera de ella acaban dentro y, por tanto, debatiéndose como objetivos; obedeciendo, más bien, a manipulaciones cada vez menos sutiles por parte de medios y motores culturales, que transforman y modelan un relato cuyo ajuste a la ventana se puede alcanzar hoy día mucho más rápidamente que hace décadas.

Es raro, pues, que los políticos gocen de apoyo bastante para mover la ventana por sí mismos y, además, intentarlo sin la preparación previa adecuada puede resultar una estrategia suicida que suele acabar mal; o así parece demostrarlo el caso de cierto Ministerio cuyas políticas, tan novedosas como arriesgadas, muchos defendieron en estos cuatro años, mientras huyen ahora de su titular como de la peste todos, todas y todes.

Se dice que ser conservador con veinte años es no tener corazón y que no serlo con cuarenta es no tener cerebro. De origen incierto -hay quien atribuye la frase original a Churchill, pero es muy dudoso que sea suya-, convendría adaptar el adagio a los vertiginosos tiempos actuales, ante tanta progresía de corazón ayer, que recupera hoy milagrosamente el cerebro para conservar su mañana. Ay, si Overton levantara la cabeza.

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