Opinión

Y Salieri sonrió

Una de las óperas que integran la trilogía italiana de Mozart (“Cosí fan tutte”, en concreto) muestra una simpática escena donde ambos protagonistas masculinos fingen envenenarse con arsénico para atraer la atención de las hermanas a quienes cortejan. En un momento dado, aparece disfrazada la criada Despina, farfullando en latín imposible, provista de un imán al que llama “piedra mesmérica” y que les pasa por el cuerpo, pretendiendo así curarlos.

Se trata, en realidad, de un guiño del músico austríaco a uno de sus principales benefactores, el médico alemán Franz Mesmer; el cual, según parece -pues el relato no puede verificarse con la consistencia deseable-, habría ofrecido años atrás el jardín de su propia casa en Viena para representar la primera ópera que, por encargo suyo, compuso el niño prodigio cuando tenía tan solo doce años, Bastián y Bastiana.

Mesmer pasó a la historia por su curiosa teoría sobre el magnetismo animal, donde defendía la existencia de un supuesto fluido invisible que permitiría funcionar al cuerpo humano; siendo considerado un precursor de la hipnosis, desarrollada años después por el neurólogo escocés James Braid. De ahí que, a veces, se oye la expresión “mesmerizante” como sinónimo de “hipnótico”, aunque el diccionario de la RAE solo acepte el sustantivo “mesmerismo”.

Las ideas de Mesmer caen dentro de las llamadas seudociencias; término que encierra una connotación peyorativa, por encuadrar las áreas presentadas como congruentes, en apariencia, con los criterios que exige la investigación científica, pero que incumplen sus requisitos de modo manifiesto. En otras palabras: disfrazan vaga o incluso embusteramente algo que muestran como ciencia, cuando en realidad no lo es.

Si se acepta la teoría del filósofo Karl Popper, en realidad, la ciencia nunca puede llegar a demostrar de manera concluyente que una teoría sea verdadera de forma absoluta, debiendo conformarnos con corroborarla (o no refutarla). Es decir: la ciencia no podría verificar si una hipótesis es cierta, solo demostrar si es falsa. De ahí que únicamente serían científicas las propuestas falsables; las no falsables no serían ciencia.​

Además, para Popper, la ciencia debe añadir conocimiento racional sobre el mundo empírico, por lo cual nunca forman parte de ella teorías que nada agregan (tautologías), que van contra la lógica racional (contradictorias), o cuyas afirmaciones no cabe comprobar con experimentos (metafísica). A medio camino entre las dos últimas, se sitúa el género especulativo surgido hace unos cien años, conocido como “ciencia ficción”.

En la ciencia ficción, se relatan hechos de cierta verosimilitud, en un marco imaginario, cuya acción gira en torno a un gran abanico de posibilidades (conquista del espacio, hecatombes terrestres o cósmicas, robots o realidad virtual, alienígenas, etc.) desarrollándose en el pasado, presente o futuro -o en tiempos alternativos fuera de la realidad conocida- y con escenario en espacios físicos reales o imaginarios, terrestres o no.

Ante repertorios de propuestas poco falsables, tautológicas, contradictorias, o aun metafísicas, vagamente disfrazadas con un barniz de verosimilitud -que nos adentran en el mesmerizante terreno de la ciencia ficción-, solo cabe reaccionar como en el filme “Amadeus”, cuando Mozart, interpelado por su antagonista para que valore su música, clama: “Nunca pensé que música semejante fuese posible … Uno oye tales sonidos y no dice más que ¡Salieri!”

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