Opinión

Leopoldo

Qué gran verdad es aquello de que se tiene uno que morir para que hablen bien de uno. La muerte de Leopoldo Calvo-Sotelo ha sido un caso de libro. En cuanto se conoció su fallecimiento, parece que se produjo el descubrimiento colectivo de lo importante que había sido para la vida pública española de los últimos decenios.


Desde que en octubre de 1982 empezó el Felipato (o ‘Era de Felipe’, en expresión feliz de Víctor Márquez Reviriego), una losa de silencio se abatió sobre Leopoldo (todo el mundo se refería a él así, aunque no tuviese la menor confianza ni lo conociese siquiera, porque era el único Leopoldo de toda la política española). No sé si ese olvido súbito fue fruto de una decisión deliberada, en consonancia con la política megalomaníaca seguida en aquellos años con el Rey, que hizo comentar alguna vez a alguien muy importante de su Casa: ‘Están poniendo al Rey tan alto, tan alto, que al final ni se le va a ver’. O quizás no fue por eso, sino que operó el instinto colectivo de olvidar el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, ocurrido justo cuando se votaba la investidura de Leopoldo en el Congreso. El caso es que su nombre fue ignorado más de una vez, incluso en las listas de presidentes del Gobierno hechas ¡por escrito! por profesionales del periodismo político.


Muy pocos, entre los que tengo el legítimo orgullo de contarme, fuimos los que procurábamos sistemáticamente rescatar de ese silencio al hombre que hubo de presidir el Gobierno apoyado por una UCD en plena descomposición, y que a pesar de todo dejó zanjado el golpe de Estado frustrado con la rápida celebración del juicio a sus principales responsables, tras una instrucción ejemplar llevada a cabo por José María García Escudero, otro español de auténtico lujo, que tampoco está ya entre nosotros.


Plenamente consciente de la situación que le tocó enfrentar, en la que no tenía ninguna posibilidad de parar el colapso de la UCD ni, en consecuencia, de ganar las elecciones siguientes, Leopoldo se aplicó a servir los altos intereses de España, que se concretaron en dejar expedito el camino para un gobierno estable y tranquilo de los socialistas, sus adversarios ideológicos. Y así, además de dejar resueltas las responsabilidades jurídicas del 23-F, hizo algo que facilitó extraordinariamente a González el establecimiento de España en su lugar en el mundo: hizo ingresar a España en la OTAN, a fin de que el próximo Gobierno del PSOE tuviera sobre la mesa un hecho consumado que, en aquellos años de guerra fría, era la llave para el futuro ingreso de España en la Comunidad Europea sin mayores complicaciones.


Sólo por eso, Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo merece un lugar de honor en nuestra historia reciente. Quedan muchas otras facetas en la rica personalidad de este hombre eminente que merecen destacarse: su cultura intelectual y musical, el exquisito humor con que se refería a la vida, a la política y a sí mismo -era notable su forma de hablar de los bustélidos, género entomológico-político al que pertenecía-, su caballerosidad admirable. Descanse en paz este español excepcional, y ojalá su ejemplo sirva para que todos aprendamos su lección.



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