Opinión

EL REMEDIO Y LA ENFERMEDAD

La del Reino Unido es una sociedad tremendamente preocupada por la obesidad; dolencia que afecta a 6 de cada 10 adultos y a casi uno de cada tres menores. Y a la que también inquieta la manera de combatirla, especialmente entre los más desfavorecidos: al parecer, la solución pasa por ahorrar en alimentación. Así, un británico medio destina a tal fin sólo el 7 por ciento de su salario. Y, muy posiblemente por eso, hasta el doble en productos farmacéuticos. Contra la obesidad, la dieta es el remedio más común. Pero también, a veces, el más nocivo para la salud.


La diferencia entre la ingesta pública de gasto y la anorexia de ingresos equivale en España al 8,51 por ciento del PIB; dos puntos y medio porcentuales por encima del compromiso adquirido con Bruselas para 2011, del 6 por ciento. Al margen de la responsabilidad política que tanto entretiene a este lado de los Pirineos, a Olli Rehn, comisario europeo de Asuntos Económicos, sólo le preocupa el carácter estructural o coyuntural de la desviación, so pena de relajar o de insistir en la obligatoriedad estricta de la dieta prescrita. Existe, en este sentido, un claro componente coyuntural en el deterioro de las finanzas públicas, que obedece a un severo empeoramiento del cuadro macroeconómico, en su momento definido con cierto optimismo, como tuvimos ocasión de denunciar desde esta tribuna hace ahora más de un año. Así se explica la incursión en déficit de la Seguridad Social, cuando se aguardaba un pequeño superávit, y muy posiblemente la desviación de la Administración Central: juntas, explican cerca de un tercio del desaguisado y un magro resultado para tanta reforma.


Ahora bien, el más destacado es el componente estructural, cada vez más abultado y evidente. Y localizado precisamente allí -Administraciones territoriales, autonómicas o locales- donde se prestan servicios públicos básicos y fundamentales para nuestra cohesión intergeneracional, como la sanidad y la educación. Insistir en una dieta férrea y acelerada como la definida desde Bruselas terminaría por erosionar el potencial de crecimiento. Por convertir en estructural lo coyuntural. Y por sumir al país en un letargo socioeconómico, con el riesgo que supondría para el cuerpo del euro el colapso de uno de sus órganos sistémicos. Terminaría, en definitiva, por demostrar en este caso que es peor el remedio que la propia enfermedad.

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