Opinión

CUENTO

Milena recordaba su azarosa infancia. Había nacido en un pobre y pequeño poblado de Colombia. Era la única hembra y la menor de cinco hermanos, paridos por su madre uno detrás de otro, sin cuarentena y sin descanso. De su madre Sandra llevaba una foto en la cartera. Añoraba sus caricias y arrumacos y las canciones que le tarareaba de niña en su regazo. También recordaba con rabia los sollozos de su madre, casi inaudibles, las noches en que su padre volvía a casa después de largas ausencias. No eran llantos, sólo débiles lamentos que Milena escuchaba al otro lado de la pared del dormitorio de sus padres. Lo odiaba en esos instantes eternos. Lo execraba por las noches en vela que le hacía pasar, participando del dolor de su madre. Y cuando por la mañana él salía por la puerta, se metía en la cama de amita, y la abrazaba como si ella fuese ahora su madre, acariciándole el rostro marcado por la ira del padre. 'No llores amita, ya pasó. No volverá más'. Pero siempre volvía y se repetían los mismos episodios, en los que los lamentos y sollozos de amita se hacían más tenues, más sordos, y sólo las mismas marcas de la barbarie en su rostro y cuerpo cercioraban el drama vivido.


Milena cerró los ojos fuertemente para repeler las imágenes de su primera vez, cuando faltaba un mes para cumplir los catorce años; sus primeras imploraciones, 'papaíto, no, por favor', los olores a betún, cerveza barata y sudor de varios días; el aliento rancio y amargo sobre su boca, las sucias manos metiéndose entre sus piernas, suavemente al principio, para después separarlas bruscamente; ese dolor infame cuando sentía dentro de sí la furia de su padre. Y le parecía oír entonces, al otro lado de la pared, el ahogado y silencioso llanto de amita, unido al suyo en un coro de tristeza y desolación. Cuando su padre salía por la puerta, Milena se secaba las lágrimas, se lavaba el cuerpo y la cara, se metía en la cama de amita, se abrazaban muy fuerte, y le decía 'no llores amita, ya pasó. No volverá más'.


Milena cumplió los dieciocho años. Era una joven hermosa de ojos negros y rasgados, larga melena negra, tez morena y cuerpo voluptuoso. Se esforzó ese día por ayudar a su madre más de lo que siempre hacía. 'Amita cántame una canción mientras hoy cocino para ti'; y Sandra cantaba una tonadilla mientras ella se afanaba en el fogón. Eran sus propios y recíprocos instantes, casi de felicidad, desaparecidos de pronto cuando llegó el padre a la hora de la cena sin aviso. Ya no hubo felicidad, ni risas, ni canciones. Con el mismo gesto soez, con la sonrisa salaz de otras veces, papaíto miraba a su hija mientras relamía el plato de frijoles. Al terminar, sin siquiera limpiarse su grasienta boca, ordenó a amita que se fuera a su cuarto. Ella le imploró: 'Ven conmigo, deja a la niña en paz'. Pero él, con su sonrisa sebosa y burlona, le dijo: 'Tu carne ya dio lo que tenía que dar, vieja; es ella la que me la pone dura'. Y agarró a Milena fuertemente por el brazo, la llevó a su habitación, y otra vez sintió ella el mismo aliento amargo, otra vez las mismas sucias manos entre sus piernas, otra vez las fuertes embestidas desgarrando su carne trémula.


Cuando el padre se fue Milena se metió en la cama de amita. La miró con ojos dulces, le cogió ambas mejillas con sus manos, y le dijo: 'Amita, no llorarás más por mí. Él volverá, pero yo no estaré aquí. A ti te dejará en paz, vieja te llama el cabrón; irá a buscar a jovencitas en bares o caminos, y así seguirá hasta que alguien lo abra en canal o le pegue un tiro. Amita yo me voy, me moriré si sigo aquí, ¿lo comprendes? No te enfades, no soportaría verte sufrir. Me voy de tu lado pero no de tu corazón. Te quiero, y si tú me quieres debes alegrarte por mi marcha. Te escribiré; allí donde vaya encontraré un futuro, reuniré dinero y te llevaré conmigo. Amita, seremos felices, te lo prometo'. Y se abrazaron, se besaron y lloraron arrimadas la una a la otra, cantando por última vez su canción.

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