Opinión

Hablar claro

El lenguaje es el instrumento más poderoso que tiene el hombre entre sus manos, y además no le cuesta nada; basta una palabra, una sola, para convertir de repente un llanto en una risa, una tristeza en una alegría, y viceversa; un hola o un quédate sincero pueden curar más que cien pastillas. A veces basta con leer un verso suelto, o con escuchar la estrofa de una canción en una esquina de una calle, para que tu mente se evada y viaje a lugares remotos o a recuerdos del pasado sin necesidad de moverte del sitio. Solo tienes que cerrar los ojos y escuchar. Las palabras consuelan y llenan de esperanza, pueden enamorar y colmar los deseos de quien las escucha; las palabras pueden convertir durante un instante al ser más insignificante en el personaje más importante de la tierra. De su tierra. Pero, cómo vamos a negarlo, las palabras también pueden ser crueles y despiadadas. ¡Es tan sencillo y fácil herir con una palabra! Basta con proponérselo, elegir el objetivo y lanzar el dardo. Entonces la palabra mortal entra de lleno hasta el corazón mismo de la entrañas. Y no es cierto que esas palabras envenenadas se las lleve siempre el viento; a veces se quedan ahí, enquistadas, engañosamente silentes, alimentándose de su propia inquina. No las vemos, pero la sentimos en el estómago, sembrando a su vez semillas malignas, que crecen hasta que se expulsan en forma de palabras de renovado odio y crueldad. Es el rencor hecho palabra; es la venganza que se ha cansado de permanecer muda y se ha hecho frase lapidaria.

Sin embargo las palabras no son nada si las apartamos de aquel que debe pronunciarlas. Podemos escribir en un papel en blanco una frase sencilla, quizás, qué sé yo, un “te quiero”, o un “te echo de menos”, y no significar aparentemente nada. Solo cuando las hacemos nuestras, cuando las sentimos como propias, como si nadie jamás antes las hubiese utilizado, las palabras encuentran todo su sentido. Esa es la magia del lenguaje: una frase inocua en una boca es capaz de desatar una tormenta de sentimientos si la pronuncia otra boca distinta. Nada puede decir quien no quiere de veras, por mucho que repita mil veces que la quiere; y nada valen las palabras sin la verdad y franqueza de quien las pronuncia. Las palabras en sí son neutras, no toman partido por nada ni por nadie; pero las palabras, al contrario de lo que se podría pensar, son amigas muchas veces del silencio; y como reconocen el valor de este último, debemos seguir el sabio consejo y hablar solo cuando, de verdad, las palabras sean más bonitas que el silencio. Silencio que a veces dice mucho más que mil palabras, que en bocas insensibles devienen huecas.

Por eso es bueno sentir lo que se dice y hablar sin tener miedo a las palabras; estamos rodeados de gente que habla sin decir nada, conscientemente; en sus bocas el lenguaje se hace inútil, amanerado, y adquiere dobleces y giros que entran de lleno en la ridiculez. Hoy hay expertos que asesoran sobre cómo salir a la palestra a hablar en público sin decir nada, y conseguir que le aplaudan y paguen por ello; hoy se habla mucho y mal, pero se dice poco; hoy hablar claro es políticamente incorrecto, pues, qué se yo, no hay negros ente nosotros, sino gente de raza afroamericana; hoy no adoptamos niñas chinas, sino que traemos a niñas chinitas porque después de intentarlo a lo bestia, no pudimos parir blanquitos; hoy no hay ciegos, hay invidentes; y hoy, maldita sea, nuestros jóvenes no emigran, sino que se lanzan a la aventura al modo de los colonos del viejo Oeste mientras sigamos con crecimiento negativo (porque esa es otra: aquí no se decrece, sino que se crece hacia abajo, negativamente).

Y sin embargo que fácil es hablar claro. Pero a muchos eso les cuesta. Puede que incluso su privilegiado puesto.

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