Opinión

Hay muertes y hay vilezas

No todas las muertes son iguales. O quizás sí; quizás el dolor que provoca la muerte en el entorno más próximo se iguala en su magnitud trágica. Y si, pese a su lógica aplastante, pese a ser el punto de no retorno de nuestras vidas, toda muerte “natural” deja siempre un vacío imposible de llenar en quien ha gozado del fallecido, qué diremos cuando esa muerte cercena de repente la vida, cuando un suceso extraordinario se alía con la parca para provocar el cataclismo. El árbol que, por viejo, deja ya de ofrecer sombra, nunca conocerá el dolor del que se fue presa de las llamas provocadas. Un accidente de tráfico o una enfermedad mortal que se llevan por delante una vida aún efervescente, son acontecimientos trágicos imposibles de digerir. Uno entonces pone en solfa todo. Todo lo cuestiona, desde la injusticia del destino hasta las ganas de seguir adelante.

A todo le exigimos respuestas que no hay; muchos se plantean la existencia del mismísimo ser superior. ¿Qué haces ahí arriba, Dios, que permites que siempre se vayan los mejores? ¿Cómo creer en tu existencia, si ahora me has infligido, sin yo merecerlo, tanto dolor? Son preguntas comunes que le asaltan al ferviente seguidor. Y solo su fe, ciega como toda fe, le impide desatar el lazo invisible que liga la certeza de esta vida con la anhelante existencia de un más allá. Por eso, el arrebato de locura que nos vence cuando perdemos a alguien próximo que tenía toda su vida por delante, por la jodida culpa de esa enfermedad o accidente súbito, es casi siempre imposible de superar.

Y sin embargo aún cabe mayor desgracia. Ocurre cuando ese resultado trágico es provocado por la vileza humana, por la maldad gratuita. Es ahora el asesino quien se apodera de nuestras vidas quitando la vida al ser amado; al dolor de la pérdida irreparable se suma la ira hacia el ejecutor. No ha sido esa maldita curva resbaladiza, no ha sido ese montón de células de crecimiento incontrolado, ni tampoco la fatalidad de ese andamio mal anclado que provocó la caída de obrero al vacío. Cosas aciagas del azar.

El homicidio o asesinato escapa al azar, y obedece en cambio al plan de liquidación pergeñado en la mente perversa del asesino. Y si, sea cual fuere la causa de la muerte súbita, el resultado es el mismo, no es (ni debe ser) igual la reacción y protesta cuando es el ser humano el ejecutor. ¿Cómo se va a digerir igual la muerte de una mujer por causa de una enfermedad mortal, que la que se pueda topar en un descampado a manos de un violador? ¿Procesamos una y otra de igual modo? ¿Cómo equiparar el suicidio de una persona, es decir, la voluntariedad de ese acto de despedida final, con el asesinato de la mujer a manos de su pareja o ex? ¿Qué hay de voluntario en la conducta de la mujer que muere atravesada por el arma blanca? ¿Se abalanzó ella, acaso, sobre el cuchillo blandido por el cobarde? Y sin embargo, para el articulista Arcadi Espada, que firmó recientemente una columna titulada “El negocio del sexo”, las protestas contra la lacra de la violencia machista solo son instrumentalizaciones de esas muertes por parte de la izquierda española, que pretende hacer causa política.

Ese vomitivo artículo empieza de modo miserable: “El sábado pasado se celebró en Madrid una absurda manifestación contra la violencia que llaman de género...”. Llamar absurdo al clamor de las (y también los) que allí se manifestaron, entre las que había mujeres que habían sufrido en sus carnes palizas y vejaciones, tiene un tufillo rancio y criminal. No, no es comparable la naturaleza del asesinato de una mujer a manos de su pareja que la fatalidad de la muerte por enfermedad repentina. Salvo que se piense que una y otra son de todo punto inevitables. como parece decir Espada. Lo que no deja de tener también su punto machista.
 

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