Opinión

El peligro de decir no

Hoy no deseo revisar las ediciones digitales de los distintos periódicos para buscar el tema del presente artículo; hoy sobran seguramente todos los epítetos con los que reportajes y editoriales calificarán lo incalificable. Sobran también informaciones y opiniones, pues se nos va quedando el lenguaje muy corto y la conciencia derrotada, inerte para componer una nueva, pero ya demasiado vieja escena del horrendo crimen. Y al tiempo compruebo con espanto que me equivoco, pues no es solo una la estampa de sangre y de odio que parece emerger del infierno; es el ex marido de allí, pero también el ex novio de acá - ambos, antes del acto, disfrazados de aparente normalidad - los que llevaron la muerte a caballo del puñal que clavaron en el cuerpo de la que un día creyeron que amaban; o quizás no, quizás nunca buscaban el amor, sino solo su pequeño reino particular en el que ejercer su tiranía a salvo de mirada de vecinos y amigos.

Las sonrisas y caricias fingidas con las que rozaba la piel de su pareja en el bar de la esquina (¡qué enamorados parecen!), se volvían bofetadas y patadas en todo el cuerpo cuando la arrinconaba en una esquina de la cocina, el lugar al que él la confinaba para que lo atendiera como esclava. Ahora pónganles ustedes edades a estos individuos, y sea cual sea la que digan, seguro no se equivocarán; a veces el asesino será el de setenta años, ese que aún piensa que la mujer es su posesión y objeto servil, pues es muy probable que en su infancia contemplase escenas parecidas, y a su madre anulada, sin voz, voto ni dignidad; mas otras veces el que asesta la puñalada es un chaval de treinta años, un “hijo de la democracia”, diríamos siendo pedantes.

Un chaval que ha escuchado, le debe de sonar, eso de la igualdad entre hombre y mujer y de la proscripción del machismo, y que en el colegio ha tenido compañeras con las que ha hablado con normalidad de las carreras universitarias que querían estudiar; ese que una vez, no hace mucho, pidió a una chica que fuera su novia, incluso puede que lo hiciera con educación y rubor, pues por las noches soñaba con poder besarla en público. Ese es el mismo que un aciago día, despechado, herido en su orgullo malquistado, olvida esas modernidades que le han enseñado en la escuela sobre la igualdad de sexos y el respeto a toda mujer, también a la chica que lo ha abandonado; ese que es incapaz de aceptar la derrota (solo se siente derrotado el que una vez creyó que merecía la victoria por ser hombre), y ataca de modo cobarde a la que un día tuvo la valentía de decirle que todo entre ellos se había terminado. Mal presagio es que aún hoy llamemos valientes a las mujeres que se atreven a decir a la cara No.

Sobran las calificaciones para estos asesinatos deleznables, cuyas víctimas son mujeres que quisieron darse una segunda oportunidad, o cometieron el leso delito de rehusar ser esclavas en un mundo que se dice libre; sobran explicaciones grotescas de algunos, que buscan en la irracionalidad del amor su oscuro contrapunto de odio. Nunca es amor el que mata; dejemos pues las irreales y vaporosas muertes espirituales para que las canten los poetas; sobran las necedades de los que acusan a la ley que protege a las mujeres de ser la espita que libera el rencor del hombre “maltratado”. Miserables. Sobran frase soeces dichas por alcaldes que elucubran con encuentros sexuales furtivos en un ascensor. Y sobran, en fin, discursos oficiales huecos que se evaporan a la par que los llantos de las plañideras.

No sé qué nos falta para acabar con esta lacra, con esta lista vergonzante de mujeres asesinadas por el ser más vil y cobarde. Pero sí sé lo que falta: la sonrisa de las que, ingenuas, creyeron un día que empezaban felices una nueva vida. Descansen en paz.

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