Opinión

PIEL

Las necesitamos. A todas las pieles buenas del mundo. Necesitamos a las que nos miran arrugadas por el paso del tiempo y de la sabiduría, cobijando entre sus comisuras los consejos que los necios desprecian con tanta ligereza; son esas pieles que entre pliegues aún son capaces de mirar al futuro sin dejar de ver el pasado, y nadie como ellas para evitar el traspiés sufrido en los mismos errores de antaño; a estas pieles les debemos altares. Necesitamos también, ¡cómo no vamos a ansiarlas!, a las que se excitan al tacto amigo, al olor del amor y a las miradas penetrantes que obvian la palabras por tan innecesarias. Esas pieles que no son ni jóvenes ni viejas, y por eso quizás recuerdan todo y aún no han olvidado nada, ni siquiera el momento en que se erizaron por primera vez. A esas también las apremiamos para que no nos dejen de acariciar. Y precisamos de las pieles despiertas, las que aún no han sido surcadas por la experiencia, que no llevan bagaje vital pero tampoco vicios malditos, y por todo ello se vuelven tan impermeables; necesitamos de su fuerza innata para apoyarnos cuando empiecen a flaquear nuestros pasos.


Tiempo atrás también fuimos como esas pieles, intrépidos, aguerridos, casi temerarios; y ahora que los años parece que embridan nuestra rebeldía, esas otras imberbes han de recoger el testigo de la lucha digna, del inconformismo razonado. Las necesitamos. ¡Cuántas pieles necesitamos! Y aun hay más pieles necesarias: las tersas y puras, las inocentes, las que solo balbucean, las que acurrucamos en nuestros brazos, las que brezamos con arrullos, las que nos embelesan con su sonrisa, las que sentimos a salvo de las miserias, pero que algún día, casi sin darnos cuenta, nos sorprenderán con preguntas a las que no tendremos respuesta, y entonces las buscarán en otros lugares, empezarán su camino y se dibujarán a sí mismas sus propios surcos, sus muecas, sus gestos de sorpresa, horadando por primera vez esa piel aún libre de rastros. Y sabremos sin duda que están vivas.


Todas las pieles buenas. La del anciano que otea sentado en el banco y aún se rebela contra lo que entiende injusto, y solo la flaqueza de sus músculos y el temblor de sus nervios le impide correr para ponerse en primera línea; de su piel nos llega el aliento. Y la piel del recién nacido, cuyo tacto nos provoca el respingo ante el misterio de la vida; una vida que empeñamos en preservar porque aún somos capaces de creer que le podemos ofrecer un mañana mejor. Y entre piel y piel, entre la cargada de pergaminos y la virginal que aún no sabe nada, las pieles de todos nosotros, aprendiendo de las unas y depositando los anhelos en las otras.


Hablando de piel, leo que científicos norteamericanos han descubierto en un laboratorio que células madre obtenidas de nuestra dermis pueden frenar la destrucción de las neuronas, en lo que parece un avance importante en el tratamiento de enfermedades como la esclerosis o la demencia. La piel como cura de la mente, del motor de nuestras vidas. Ojalá esos experimentos se trasladen efectivamente a los enfermos que padecen esas dolencias. Y mientras eso ocurre, mientras los científicos investigan con sus probetas y buscan el mejor remedio, nosotros seguimos mostrando nuestras pieles. No hay nada como vestir la mejor piel: esa que ensancha la comisura de los labios tras un beso o una sonrisa; esa que frunce la frente porque sigue cavilando el mejor futuro; y esa que, frente al maldito, le muestra sus surcos para decirle que a él no le puede engañar, que son ya demasiadas las vivencias que arrastra como para dejarse embaucar por el embuste. Las pieles de los niños y de los mayores. Todas hablan; todas enseñan, además de curar.

Te puede interesar