Opinión

Sensibilidades

La tragedia, por razón de hacerse asidua, se vuelve anodina, impotente para remover una y otra vez las conciencias y las tripas. Todos los días, en algún periódico o telediario, escuchamos o leemos reseñas, noticias breves, asépticas, fastidiosamente insistentes, sobre cientos de pobres que perecen ahogados en el mar por querer escapar de la miseria más absoluta, sobre cientos de familias enteras asesinadas con nocturnidad en fratricidas guerras tribales por fanáticos señores de la guerra, sobre decenas de miles de niños que pierden la desigual batalla que sus cuerpos hinchados y desnutridos libran contra el hambre desde que nacen, hasta que finalmente se dejan llevar hacia la oscuridad, o sobre innumerables niñas raptadas por asesinos armados hasta las cejas, que no dudan en degollarlas tras haberlas violado salvajemente por las hordas, puestas en fila para disfrutar de la carne inocente antes de despreciarla para siempre. Son sucesos con su conveniente dosis de calamidad: ni tanta como para caer en el sensacionalismo hiperrealista, ni tan poca como para que no merezcan la dosis diaria de nuestros lamentos (“¡qué horror!”). Y lo que un lunes nos escandaliza y nos hace pensar, no más allá de treinta segundos, en qué clase de mundo vivimos, el martes nos escandaliza también, pero un poquito menos; hasta que así, a fuerza de acostumbrarnos a la barbarie, llega el viernes y apenas prestamos atención a la misma noticia que, por qué no decirlo, nos lleva fastidiando desde el lunes. Así que apartamos la vista de la pantalla o del periódico, y solo pensamos en el ansiado fin de semana que tenemos por delante. Es la merecida indiferencia que nos regalamos. En cambio el accidente aéreo que suele ocurrir cada año, o ese crucero repleto de jubilados que se hunde frente a las costas bañadas por el Adriático, son acontecimientos que despiertan entre nosotros un interés inusitado; “yo pensé en coger ese vuelo”, “me podía haber pasado a mí; “el año pasado hicimos ese mismo viaje”, y otras muchas frases lapidarias se suelen escuchar tras esas tragedias. Nos identificamos con las víctimas del avión o del barco porque son, cómo decirlo, de los nuestros: trabajaron, como lo hacemos usted y yo, todo el año para disfrutar esas vacaciones; cumplen aniversarios de bodas y han tenido, como gente que usted y yo conocemos, la misma idea para festejarlo. ¿Cómo no hacernos partícipes de ese dolor? ¿Quién nos asegura que nada de eso nunca, repito, nunca nos podrá pasar? En cambio el negro en patera que se cae por la borda nunca trabajó ni trabajará delante de un ordenador; el niño negro al que se le hincha la barriga nunca ingresará en la planta de pediatría de nuestro hospital para que los médicos de nuestro mundo le salven la vida; y nuestras hijas nunca serán raptadas en tropel para ser violadas por guerrilleros sedientos de sexo, ni tampoco nos obligarán a contemplar la espantosa escena antes de recoger las cabezas cortadas de nuestras niñas ultrajadas. No, eso nunca nos puede pasar; por eso se nos hace tan difícil empatizar con ese náufrago o con esa pobre desgraciada. Y sin empatía mal puede haber prevención del mal.

Sin embargo muchos han llevado a la categoría de tragedia universal la muerte del león Cecil a manos de un desaprensivo. ¡Oh!, claro que denuncio esa cacería cobarde, que es otra metafórica muestra de la explotación de África por el hombre blanco; pero quizás se echa en falta la mima movilización mediática cuando son niños recién nacidos, hombres desesperados o niñas vírgenes los que mueren, se ahogan o son violadas a diario, y ello sin necesidad de arteras mañas como las usadas para abatir al precioso felino. ¿Será que la muerte de aquellos no goza del glamur en occidente que sí tiene una hermosa melena leonada? Quién sabe... 

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