Opinión

Último del año

Hoy es 18 de diciembre, último día de este año en el que me asomo a las mentes de los lectores de este diario. O a sus corazones, pues es verdad que a veces intento, con mayor o menor fortuna, eso lo dirán ustedes, tocar la fibra sensible del personal con la palabra escrita, arma más eficaz y perenne que las letras lanzadas al viento. Y si unas veces era la actualidad política la que mandaba (miren alrededor y traten de encontrar algo en esta vida que escape plenamente de la influencia de la res pública; dudo que lo consigan), en otras ocasiones, para evitar el hartazgo propio y la desidia ajena, uno buscaba la inspiración en ligeros devaneos mentales, casi oníricos, o en historias de lo cotidiano protagonizadas por esos anónimos antihéroes tan queridos, o también en ciertos personajes que de cuando en vez uno se topaba por la calle, y cuya retranca y lúcida locura servía de inagotable inspiración. 


Hoy, pues, no toca hablar de lo público; hoy ya estará usted (o no) dándole vueltas al caletre pensando en la cita electoral del domingo y en la decisión que va a tomar. O puede que lo tenga tan claro desde un principio que le sobre desde el primero hasta el último día de campaña, con sus debates, mítines y promesas. Todas las decisiones merecen acatamiento, faltaría más. Sea como fuere, tras las elecciones generales entran tan a saco las navidades, que no hay casi tiempo para reponerse de la resaca o de la sorpresa electoral, cuando lo suyo sería un periodo de adaptación para poner al mal tiempo buena cara, por aquello del espíritu navideño; y es que a buen seguro que este año a más de uno se le va a atragantar el pavo navideño, pues la pelea está más reñida que nunca, y todo es posible por navidad. Veremos qué pasa a partir de mañana. 


Sea como fuere, deseo en todo caso romper una lanza a favor de aquellos que se plantan ante esa especie de necesidad social de poner cara de melosos y estupendos que te rilas durante esta fechas. A favor de los que desean, por las razones que fueren, que pasen estas fechas cuanto antes para recuperar una presunta normalidad. ¿Por qué ha de ir uno con la sonrisa preestablecida encima, si no le sale la coña desde los adentros? Entiéndanme bien, me encanta que la gente disfrute en esa fechas, que consuman, que coman y beban juntos y se emborrachen si así les place; me gustan los reencuentros y ver la ilusión dibujada en el rostro de los niños. Y me emociona contemplar la cara de mis hijos. Pero eso debe ser una opción, mejor dicho, una sensación subjetiva, personal, no impuesta por ningún convencionalismo social. Por eso es dable respetar también al que escapa desesperadamente del bullicio de estas fechas, sencillamente  porque no le da la gana de disimular su congoja o su cabreo. O ambas cosas. A este también le deseo que algún día vez recupere la paz.  


La próxima vez que hablemos será 8 de enero, y quién sabe lo que habrá pasado de aquí hasta ese día. Hemos despedido un año que se ha ido rápido, muy rápido. Los que peinamos canas donde aún nos brota pelo sabemos de la fugacidad de este tiempo que se nos va. Maldita sea. Siento una ¿insana?, ¿natural? envidia al contemplar pandillas de chavales ajenos, ignorantes del devenir del tiempo, pues se creen (con razón) con toda una vida por delante; quizás ese sea el síntoma ineluctable de nuestro obligada madurez: envejecer mientras uno ansía ser joven para siempre. 


Pero como veo que me pongo roñoso y melancólico y no quiero despedirme así, ¡ea, alegría!, pásenlo muy bien y no se tomen nada a la tremenda; voten o decidan lo que les pida el cuerpo, sean ustedes dichosos, y el que no tenga el cuerpo para florituras, que se lo tome con filosofía. En todo caso, ¡claro!, nadie me va a prohibir que les desee a todos un feliz 2016. Nos vemos en enero.

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