Opinión

Triste retorno de Navidad

Estos días veo los aeropuertos, las estaciones de ferrocarril y las terminales de bus inundadas de lágrimas. Consumido el turrón, el personal retorna a sus puestos de trabajo más allá de nuestras fronteras y viendo a madres que despiden a hijos e hijas, a mozas y mozos que abren paréntesis en sus relaciones amorosas, el dolor de matrimonios jóvenes despegándose de los hijos como uñas de la piel (esto ya lo escribió el anónimo autor del Mío Cid), no he podido escapar de la evocación de imágenes semejantes con las que hemos llenado la historia de la emigración y los destierros de esta matria perversa en que hemos convertido a España.

Ni la emigración ni los destierros han concluido en este país con la implantación de las libertades de la democracia. Afirmar y comprobar la veracidad de esta frase es tan terrible como real. Durante más de tres décadas se había parado la sangría histórica pero la crisis y la impericia de nuestros gobernantes han abierto de nuevo la espita, inaugurada por los Reyes Católicos en 1492 apenas conquistada Granada y confinados los moros andaluces en las Alpujarras o expulsados al Magreb. Eliminado el poder musulmán, el primer objetivo de expulsión se hizo efectivo con los judíos hispanos generando un desbarajuste económico lamentable a los ojos de los hombres pero grato al espíritu de algunas conciencias religiosas.

En tiempos de Felipe III, allá por 1609, les tocó el turno a los sufridos moriscos dándole un palo de muerte a la agricultura hortofrutícola. De aquella, lechugas, pepinos y tomates no eran manjares para los carnívoros aristócratas. Carlos III, en 1767, la tomó con los Jesuitas y, además de conventos, con su expulsión cerró docenas de centros escolares donde estudiaban pudientes y desheredados. El descenso educativo y cultural no importó tanto como la inquina de Campomanes.

Durante el siglo XIX, especialmente bajo el reinado del nefasto Fernando VII, la expulsión y huida de cerebros, además de la pérdida de las colonias y de preclaros políticos liberales, nos colocó a la cola de la Europa moderna. Cuando empezábamos a recuperarnos gracias a la II República, la reacción militar-religioso-monárquica dinamitó el progreso y expulsó a todos cuantos tuvieran capacidad de pensar en libertad haciéndonos retroceder a las nostalgias de un imperio español tópico y mal administrado. Franco, incluso, creó un Instituto Nacional de Emigración que desangró definitivamente nuestra agricultura.

Estos son solo algunos hitos a los que da continuidad la filosofía de la “movilidad exterior” de Rajoy, generadora de tantas lágrimas antes y después del turrón, fugas de cerebros y mano de obra cualificada, que no figura en las listas del paro, que tiene dificultades para votar y perdida la fe en este país. Está claro que aquí la tradición puede más que el progreso.

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