Sonría después de haber pagado

Morir no es grave. Lo grave es que te saque una foto la DGT.

Morir no es grave. Lo grave es que te saque una foto la DGT. Nuestras carreteras son la mejor metáfora de España: todo lo que no está prohibido es obligatorio. Esto, que lo inventó el comunismo, lo practican ahora los gobiernos europeos con tal destreza que pondría los pelos de punta al mismísimo Lenin, de no ser porque en el proceso de momificación, según mis forenses de cabecera, el cabello se cae y resulta imprescindible acudir a una peluca. Y dudo mucho que exista aún hoy ruso alguno capaz de atreverse a instalarle una peluca punk al viejo bolchevique. Conducir en España es como atravesar la Venezuela de Maduro disfrazado de pajarito. Alguien te parará seguro y no será para darte los buenos días.
Antaño salía de viaje muy descuidado. Ropa cómoda para conducir, sin los excesos del chándal ni ninguna de esas prendas odiosas que provocan secuelas intelectuales en la gente de bien. Camisa holgada, zapatos blandos. Como acostumbro a viajar temprano y con prisa, no me detenía a peinarme o afeitarme antes de partir. Viajaba limpio pero hecho un asco, que es la versión sincera del “arreglado pero informal” que gusta tanto a los dependientes de las tiendas de moda.
Ahora es diferente. Antes de darme al volante paso más tiempo acicalándome frente al espejo que Ronaldo a las puertas de un derbi. Coloco cada cabello, frecuentemente engominado. Visto mi mejor gala. Me afeito como en un día de boda. Y no renuncio a la mejor de mis corbatas. Uno tiene una reputación que guardar. Mala, pero eso es otro asunto. Una imagen que no puede entregarse al albur de las casualidades de los flashes de carretera. En seis kilómetros de autovía hay más paparazzis que en la casa de Miley Cyrus. Y ya que te hacen pagar el álbum a precio de fotógrafo de boda hortera, al menos salir guapo en las fotos. La DGT te las envía después en un papel asqueroso, con un texto muy poco poético, y en blanco y negro. Se lo dije en su día a Pere Navarro: son el hijo millonario del ministerio, y la calidad de su producto no está a la altura de su facturación. Al menos deberían pasarse al papel couché y regalarte las tapas al comienzo de la colección.
No quiero que saquen conclusiones equivocadas. No tengo nada contra los agentes de tráfico que hacen su trabajo. Ni mucho menos contra los que no lo hacen. A estos últimos, de hecho, los amo. Todo lo que tengo es contra los gobernantes ineptos que llevan décadas encontrando en la excusa de la seguridad vial la lotería perfecta para obtener unos beneficios que son incapaces de lograr con una gestión eficaz del dinero público. Que al final ha resultado que sí, que sí que era de alguien.
Admiro a la Guardia Civil. Incluso a la de Tráfico. En una ocasión me sentí indispuesto. Viajaba de Madrid a Galicia, que es la historia de mi vida pero al revés. Me vi obligado a detenerme poco después del peaje de Adanero, que es como yo me imagino el Purgatorio: un montón de puertas, largas colas, gente que quiere colarse al Cielo sin pagar, y un sablazo inevitable para conseguir que se levante la barrera. La diferencia es que el de Adanero no purifica. No, que yo sepa.
En aquella ocasión, tras pagar rigurosamente y acceder al paraíso terrenal de la autopista, indispuesto hasta el extremo, mareado y tambaleante, abandoné en la primera gasolinera, dejando el coche cruzado en el arcén del carril de salida de la autovía, al estilo de Belushi y Aykroyd en ' The Blues Brothers'. No es exactamente como aparcar en batería en el pasillo central de la catedral de Santiago en pleno Xacobeo pero se parece bastante.
No tardaron en llegar. Dos guardias. Miradas desafiantes. Con ese folclore tan suyo que nunca debe perder la benemérita para ser respetable. Yo, reptando hacia el bar, buscando solución urgente al desvanecimiento que me abocaba al desmayo. La autoridad, a sus cosas: “¿Es suyo el vehículo que está mal estacionado, infringiendo gravemente numerosas normas de Tráfico, buena parte de la Convención de Ginebra, y la totalidad de las leyes del sentido común?”. Murmuré: “Es mío. Pero si esperan un instante a que me muera nos ahorramos el papeleo”. Se miraron y comprobaron que, en efecto, estaba pálido y con la misma presión sanguínea que un gusano de seda, pero que un gusano de seda sarraceno en el último día del ramadán. Entonces cambió su actitud. Desarmaron su acostumbrada arrogancia y se desvivieron en atenciones maternales. El joven aparcó mi bien coche sin que yo tuviera que molestarme, mientras el veterano me acompañó al bar. Sólo le faltó invitarme al pincho de tortilla. Y posiblemente, si conociera lo que he legado involuntariamente a la DGT, lo habría hecho sin dudarlo.
Recuerdo todo esto ahora desde un café nocturno de un área de servicio, en una de esas rectas de Castilla, tan eternas como inofensivas. Aún no ha salido el sol y al otro lado de la calzada ya hay un radar móvil camuf lado tras unos árboles. Haciendo caja. Por nuestro bien, dicen. Por nuestro bien han llenado la autovía de fotomatones, que son más bien foto matones. Impotente ante la voracidad del Gobierno, sólo me queda recomendarles que, ya que les van a crujir, salgan guapos. Va a amanecer y acabo de pegarle un sorbo al iPhone e intentar hacer una llamada con el café. Esto me indica que debo conducir menos, dejar de escribir, y dormir más. Ustedes no olviden sonreír al pajarito.

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