Tribuna

Fernando VII, todavía “el Deseado”, a orillas del Avia

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photo_camera Fernando VII. Año 1808. Retrato archivo Biblioteca Nacional de España

Hace más de doscientos años de aquel mes de mayo de 1814, fatídico para los liberales. Incluso aquí, a orillas del Avia, sorprendentemente, Fernando VII aún no era el “Felón” sino el “Deseado”. Fascina y asombra. Pero lo cierto es que, a principios del siglo XIX, existen ingredientes suficientes en la villa que nos permiten entender por qué se reproducen con tanto vigor en el marco local los sucesos que acaecen a escala nacional.

En 1810, Pedro Cortiñas era elegido, primero, por los parroquianos ribadavienses y, luego, por la junta provincial de Ourense para acudir con el resto de la diputación gallega a Cádiz. Allí, desde la apertura de la Cámara, en Isla de León, el grupo liberal, como es bien sabido, asumía el control en nombre de una igualdad que Ortega y Gasset denomina fábula convenida -la idea de ser iguales, siempre es bien aceptada en el grupo, aunque existan diferencias, que se oculten, bajo la euforia del igualitarismo-. 

De todas formas, ni la careta era el rostro, ni la apariencia, la realidad. Se vio, nítidamente, con la vuelta de Fernando VII. De repente, se bosqueja uno de los principales despropósitos que se repiten en la historia de la humanidad. Los mismos que votaban, apenas hacía unos años, a diputados doceañistas liberales, como Pedro Cortiñas, ahora celebran la vuelta de un monarca que hace trizas la obra legislativa de Cádiz. Por las calles de la villa de Ribadavia, arengados por los fernandinos, un numeroso grupo de vecinos se dirige al ayuntamiento para hacer proclamas a favor del Rey y en contra de la Constitución al grito de:“ ¡Viva la religión, viva Fernando VII, muera la Constitución, mueran los liberales!”. 

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Era incuestionable que se había abierto, en poco tiempo, una brecha entre las Cortes y el pueblo. En Cádiz, realmente, no sólo se había afrontado una crisis política sino también una crisis sanitaria. Aquella pandemia -la fiebre amarilla-, había hecho estragos en la población. Y, los ciudadanos, se habían sentido desamparados. Es verdad que el rey, vistas las cartas que le envía a Napoleón, tampoco había sido un ejemplo de entrega a la nación. Posiblemente, el pueblo lo ignoraba, pero, no así, los liberales que, a sabiendas de sus andanzas, no sólo habían socavado su soberanía, sino que, además, previniendo hipotéticos esponsales con la sobrina del emperador francés, habían legislado que las Cortes debían de pronunciarse sobre cualquier enlace real. 

A nadie le puede sorprender, entonces, ni que el rey quisiese tomar las riendas del poder, ni que el pueblo estuviese confuso. Aun así, a estas alturas, los ciudadanos alentados por las fuerzas reaccionarias, todavía, se fiaban más del soberano, que de los políticos liberales. Para ellos, aún era el “Deseado”; se resistían a pensar que fuese el “Felón”. Por eso, cuando el 11 de mayo de 1814, en el ayuntamiento de la villa, se recibe una carta remitida desde Madrid, anunciando que se había anulado la obra legislativa de Cádiz, la vecindad primero recibe la noticia con alegría contenida. Luego, ya, desde el instante en que la Gaceta de Madrid reproduce el Real Decreto que dejaba sin efecto la Constitución, se celebra con euforia desbordante. 

Asiste, masivamente, a los actos conmemorativos tanto religiosos como civiles que se llevan a cabo. Primero, es el clero regular, el que toma la iniciativa. Desde Santo Domingo se organiza una procesión que presidida por el estandarte de la fe y el retrato del rey Fernando VII, se dirige hacia el convento de San Antonio de Religiosos Franciscanos. Esta congregación numerosa, compuesta por 45 frailes, 7 estudiantes y 12 legos, y presidida por el guardián Bernardo Alonso, recibe a la muchedumbre cantando el “Te Deum”. A continuación, todos regresan a la capilla de la Virgen del Portal, en donde la comunidad de monjes dominicos da por finalizado el acto entonando el Salve Regina. Después, los hechos toman un cariz más político. El gentío se traslada a la plaza. Allí, bajo el busto del rey que colgaba del balcón de la Casa Consistorial, hacía proclamas a favor de la monarquía y en contra de Argüelles: “Y mientras te maldecimos/Corre al infierno, perverso/Ribadavia y sus vecinos/Te abominan in aeternum”. No sólo se ridiculizaba la Carta Magna, sino que, incluso, algunas de sus disposiciones se habían colgado, cuentan las crónicas, en un pollino que las arrastraba por donde pasaba. Finalmente, se quemaron en la hoguera. 

Los festejos se prolongaron hasta el día de la onomástica del rey. No faltaron ni símbolos ni proclamas en su honor. El 29 de mayo, se colgaba, en el balcón del palacio del Conde de Rivadavia, su retrato y el del papa Pío VII. Les hacían guardia un capitán, Gabriel Rey, y un teniente, José López Noblino, militares retirados, que presidían la ceremonia con tres salvas de fusilería, efectuadas por veinte vecinos tiradores… Ni el propio monarca, en el mejor de sus sueños, se había imaginado un escenario mejor para legitimar el absolutismo. Ahora bien, sabía que tenía que aprovechar la vela, porque el pueblo era como el viento. Por eso, en 1817, tan pronto como pudo, se adhirió a la Santa Alianza. Era consciente de que, sin su ayuda, en cualquier momento, el único derrotero al que se veía abocado era al sendero de la monarquía constitucional.

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