“Lo mejor de los viajes es lo de antes y lo de después” (Maurice Maeterlinck)

Un corto viaje de madrugada

Los dos días que estuvo en Ourense corría seis millas al lado del río
A las cinco de la mañana, como casi todos los días, suena el despertador y se levanta raudo. Unas veces, después de haber dormido solo cinco horas; otras, las menos, después de seis o seis y media horas de sueño.
Se levanta, y, después de asearse y tomar un zumo de naranja que el mismo hace, pone a cargar su Blackberry, enciende el ordenador, revisa el correo electrónico y lee online las noticias de los periódicos. Si le da tiempo, ojea algún artículo relacionado con su profesión o escribe. A las cinco cuarenta conduce su coche hasta donde comenzará su recorrido de casi todos los días y, sin calentamiento previo, comienza su viaje.

Al iniciarlo, recuerda muchas veces a la doctora Nora Volkow, directora del Instituto Norteamericano de la Adicción a las Drogas. La había invitado a dar una charla sobre la adicción a la nicotina en diciembre de 2005. Los dos días que estuvo en Ourense, se levantaba de madrugada para correr seis millas al lado del río Miño, por la “Ruta del Colesterol”, por donde él le había recomendado. La doctora Volkow, nieta de León Trotsky, hacía realidad el aforismo “mens sana in corpore sano”.

En invierno tiene que hacer su viaje corriendo abrigado, muchas veces con gorro y guantes, porque la temperatura a esas horas puede llegar a -3 o - 4 grados. El Miño lleva más agua y va más ruidoso que en verano. Las márgenes del paseo aparecen heladas muchos días y en el suelo puede haber algunos charquitos congelados. Algunas mañanas encuentra alguna persona sin techo que duerme tapada con mantas, en alguno de los bancos que hay en el paseo o en el suelo; otras, se tropieza con un gato negro (¿por qué de noche todos los gatos son negros?) que cruza la pista sin miedo, sin gorro y sin guantes, tal vez en busca de alguna gata, aunque piensa que es muy tarde, o muy temprano, dependiendo como se mire, para este tipo de aventuras.

Con la llegada de la primavera, el recorrido es más grato. Oye el canto de los pájaros, y ve como las mimosas avivan las luces de las farolas. El olor es más agradable en casi todos los tramos y el frío es menos frío. Pero cuando se da la vuelta y llega donde ha dejado el coche aún no hay alborada.

En verano el viaje es muy atractivo. Unos cien metros después de iniciarlo, todos los días se maravilla con los árboles y arbustos en flor a cada lado de la ruta, alumbrados por las farolas, más por supuesto en la amplia zona que la separa del río, que, con poco agua, se mueve menos en esta estación del año; a veces con tan poca que se descubren montones de rocas en los márgenes del río que no había visto antes. Los días de luna llena el recorrido es más seductor. Cuando regresa, en los últimos días del mes de junio y primeros de julio se asombra observando la transformación de la penumbra en las primeras luces de día.

Sabe que es el otoño porque la pista está cubierta de hojas secas descoloridas que han caído durante la noche, y la temperatura ha descendido. Ya se nota el aire fresco, algo caliente aún, y la tristeza del otoño. Ahora le cuesta más subir los pequeños desniveles del recorrido y se pregunta si será por el cambio de estación o por tener un año más.

Suele ser el primero en comenzar el viaje. Cuando regresa le da los buenos días a dos o tres señores, algo mayores que él. Son los mismos desde hace varios años. A otro señor, también mayor, que hacía el viaje corriendo como él, ya no lo ve el último año. Siempre se saludaban levantando el brazo y dándose los buenos días, incluso antes de conocerse. Recuerda cuando paró a este señor septuagenario para preguntarle quién era y por qué corría tan temprano. Le respondió que antes se levantaba a las cinco para ir al trabajo y cuando se retiró, seguía despertándose a la misma hora y no sabía que hacer. “Decidí salir a correr, y sigo haciéndolo porque este viaje de madrugada engancha”. Él no está seguro de eso porque el número de viajeros es siempre el mismo.

Algunos días se cruza con un señor más joven que él, que viste chándal de color azul obscuro con rayas blancas, y en invierno cubre su cabeza con gorra; en verano lleva un pañuelo blanco atado por la frente y una botella de agua en la mano. Otros días, con un joven delgado que corre aprisa. En los meses de calor con una señora que siempre le da los buenos días con una sonrisa, hace el recorrido con una pequeña mochila a la espalda, con pequeñas carreras y caminando y tal vez acabe bañándose en las termas.

Ocasionalmente se cruza con otros caminantes los fines de semana a unas horas más tardías. Un señor acompañado de dos perritos, una pareja mayor que caminan cogidos de la mano, y una madre y un hijo asiáticos, también cogidos de la mano. Algunos viernes de verano, jóvenes que regresan contentos de las termas le sonríen y preguntan: ¿qué haces corriendo a estas horas, abuelito?

Sólo se necesitan unas zapatillas. Y recordar lo que dijo tantas veces Henry Ford: “Si crees que puedes hacerlo, llevas razón; pero, si crees que no puedes, también la tienes”.
*Médico neumólogo

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