Concurso "Jóvenes y Mayores" | Ganadores en la categoría de Redacción de Secundaria

El señor Antonio

1º premio de Secundaria. Eva Calviño Álvarez (María Inmaculada)

El primer recuerdo que tengo del señor Antonio, era de cuando yo tendría unos ocho años y nos mudamos a un edificio que tenía un jardín cerca. A mí me gustaba mucho ese sitio, porque a parte de que los columpios eran muy buenos y modernos, había un campo pequeño donde yo y el resto de los vecinos jugábamos al fútbol. Todas las tardes, después de hacer los deberes bajábamos todos a jugar, y allí pasábamos horas hasta que oscurecía y volvíamos a casa. 

Recuerdo que había un grupo de hombres mayores, que al igual que nosotros, se juntaban allí todas las tardes. Primero conversaban entre ellos y luego se ponían a mirar como jugábamos. Cada vez fuimos cogiendo más confianza con ellos e incluso comentaban nuestros pases o hablábamos de los partidos que echaban en la televisión. 

El señor Antonio, era el más callado de todos ellos, pero poco a poco se fue abriendo con nosotros, sobre todo conmigo. Así me enteré de que estaba viudo y de que vivía solo en un piso cerca, porque no quería ir a vivir con sus hijos, que estaban en otra ciudad. 

Pasaron los años y nosotros fuimos creciendo. Dejamos de jugar al fútbol, pero seguíamos juntándonos para hablar de nuestras cosas: las chicas que nos gustaban, la música que escuchábamos... Y a la vez, el grupito de los mayores, también fue envejeciendo. La mayoría se movia con un bastón y de vez en cuando faltaba alguno por problemillas de salud. 

Llegó el momento en que empezamos a ampliar nuestro recorrido, y las veces que salíamos ya nos movíamos por otros barrios y por otras zonas, donde se juntaba la juventud. Cuando me iba de casa, los veía a ellos, en el mismo lugar a y la misma hora. Sin embargo, ya no eran lo mismo: estaban más mayores y cada vez el grupo se iba reduciendo más. Yo pasaba por delante de ellos Y los saludaba, pero ya no me paraba a conversar, tenía otras cosas que ocupaban más mi interés. 

Pasó el tiempo y fui creciendo. Entraba y salía de mi edificio sin a penas fijarme en ellos, hasta que un día llamó algo mi atención: el señor Antonio estaba solo sentado en su banco. Cuando regresé a casa después de mi salida, pregunté a mi madre por ellos y me contó que unos habían fallecido, que otros estaban en residencias y que el señor Antonio se había quedado solo y que seguía sin querer irse con sus hijos. 

Cada vez que salía de casa lo veía allí solo, cabizbajo y prácticamente ni se enteraba de si yo pasaba por delante o no. Estaba mirando para el suelo, siguiendo la misma rutina de siempre, pero las circunstancias ya no eran las mismas. Esa situación me rompía el alma, me daba mucha pena verlo así, y no podía consentirlo, tenía que hacer algo. 

Hablé con mis vecinos y les comenté lo qué estaba pasando. Ellos, al igual que yo tiempo antes, ni se había fijado en lo qué estaba sucediendo, estaban tan centrados en su mundo y en su día a día que no eran conscientes de la situación. 

Esa misma tarde, nos juntamos todos y bajamos al parque. Lo primero que hicimos fue ir a hablar con el señor Antonio. Estuvimos de charla un buen rato y luego nos pusimos a jugar al fútbol, como hacíamos antes. Su cara empezó a iluminarse, nos animaba cuando metíamos algún gol o nos daba consejos cuando hacíamos una mala jugada. Ese día notamos que el señor Antonio era feliz, su cara había cambiado. 

Empezamos a hacer esa rutina un día y otro. Muchas veces tardábamos en salir y él ya estaba abajo esperándonos. Y siempre lo mismo: primero conversar y luego jugar. Estábamos tan contentos de verlo feliz, que no nos importaba si no íbamos a otro sitio a esas horas, era nuestro momento con él. 

Un día vinieron sus hijos a visitarlo y nos dieron las gracias por lo que habíamos hecho. Nos dijeron que su padre lo había pasado muy mal y que su soledad era inmensa. Yo les dije que la ayuda había sido mutua, que él también nos había hecho mucho bien. 

Nosotros le comentábamos nuestro día a día, nuestras preocupaciones, y él siempre nos daba un buen consejo, o nos reñía cuando tonterías cotidianas con nuestros padres o amistades, nos suponían un problema. Nos hizo valorar lo que realmente importa, nos hizo ver la vida desde una perspectiva de la edad y de la sabiduría que nosotros desconocíamos y sobre todo, nos hizo entender que la relación entre personas de distinta generación es posible, que todos tienen algo que aportar y que no trae más que ventajas. 

Este mes cumplo dieciocho años. La vida continúa para todos y estoy preparando una gran fiesta para celebrarlo, pero lo que si tengo claro es que antes de salir a donde sea, iré a charlar con mi amigo Antonio, para contarle mis preocupaciones y para escuchar sus experiencias. ¡No hay mayor regalo que ese! 

Segundo premio

Aroa Díaz Alemparte (Divina Pastora)

Transcurría un fin de semana de diciembre, en plenas vacaciones estaba a punto de vivir una experiencia inolvidable. 

A mi, como a casi todos los niños me gusta la carne, y de vez en cuando voy al super con mis padres a comprar. La veo toda colocada en un mostrador, por un lado la costilla, por otro el lomo... y no me paro a pensar ni de donde viene. 

Ese fin de semana mi abuelo se empeñó en que quería llevarme a vivir una matanza al pueblo. Cuando me lo dijo no me pareció para nada buena idea. Ir a un pueblo, sin cobertura, en pleno invierno con el frio que hacia y ver como matan un cerdo, mientras mis amigas saldrían a dar una vuelta al centro comercial. Fui todo el camino rabiosa de no poder hacer el plan que mas me gustaba para ese fin de semana. 

Cuando llegamos la persona mas joven debería tener unos 70 años. Lo primero que hice fue mirar si tenía cobertura en el móvil. Uno de los señores me vio mirar el móvil y me dice - “neniña aquí non hai cobertura, escusas buscar, únicamente hai abaixo no pobo”-. Mi cara debía ser un poema. 

Cuando entro en la casa, era toda gente mayor colocados para trabajar. Había tres cerdos colgados que ya habían matado y uno de los señores que los estaba descuartizando me dijo -”ven neniña que me axudas. Colle por aquí”-. Yo no quería ir pero mi abuelo me dijo - “vete que antes de llegar al super el proceso es este”-. Guardé el móvil en el bolsillo, me remangué y allí fui. El señor en seguida noté que le hacía ilusión el que lo ayudase por la sonrisa que expresó su cara. Me dijo que él también tenía una nieta pero hacía mucho tiempo que no la veía porque estaba en Suiza con sus padres y solo la podía ver los veranos, pero con el COVID llevaban dos años sin venir y la echaba de menos. 

Yo le dije que podían hacer una videoconferencia y podía ver fotos por wasap. El señor se echó a reir - “neniña con oitenta anos e co meu móvil que non ten para facer fotos. Para coller cobertura hai que baixar o pobo e non entendo esas modernidades”. 

Mientras el señor cortaba, me iba dando los trozos y yo los llevaba a una mesa donde estaban varias mujeres muy organizadas separando la carne. Estaban riendo contando anécdotas que les habían pasado en otras matanzas. Tenían todas una cara de felicidad en la que se notaba, que para ellas esto era como una fiesta. Los hombres por un lado abriendo el cerdo y ellas separando la carne. 

Yo de todas formas me quedé impactada con el señor que no podía ver a su nieta y empecé a darle vueltas a la cabeza. 

Se lo comenté a mi abuelo y le dije si después de la matanza podía bajarme al pueblo donde había cobertura a mi y al señor Pepe. Mi abuelo, sorprendido, me preguntó el motivo y yo le dije que era para darle una sorpresa a ese señor. 

Seguíamos con la matanza y una de las señoras llamó a su nieta. Le dijo que se acercase a la casa que había una niña de su edad. 

Al poco rato llegó la niña y me vino a saludar. Se llamaba Lucía y era la única niña que había en el pueblo. Empezamos hablar y le pregunté donde estudiaba. Me dijo que para ir al colegio, tenía que coger un autobús y hacía un recorrido de casi una hora para ir al cole y otra de vuelta. La verdad, era una niña muy maja y estaba muy pendiente de su abuela que hacía poco la habían operado. 

Cuando le pregunté si tenía instagram, me dijo que no. Es mas, me dijo que no tenía teléfono. A mi me sorprendió mucho y le pregunté como podría vivir sin teléfono y sin internet. Me contestó que los momentos que tenía libres después de estudiar ayudaba a sus abuelos y a sus padres con las cosas del campo. Ordeñar las vacas, recoger los huevos de las gallinas... 

La verdad me sentí un poco mal al ver que la niña apenas tenía contacto con gente de su edad, pero sin embargo, la veía feliz. Fui con ella y me invitó a conocer su casa. Me enseñó sus animales....me explicó como era un día en su vida y la verdad era muy diferente al mio. 

Lo que me estaba sorprendiendo era que lo que al principio era un día horrible no me lo estaba pasando tan mal. Pero tenía algo pendiente que me marcó y era el señor Pepe. 

Cuando acabó la matanza y después de haber comido, le dije a Pepe si podía venir a enseñarme al pueblo que nos llevaba mi abuelo en el coche. Todo contento me dijo si al momento. 

Llegamos abajo y le dije si tenía el teléfono de su nieta o de su hija. Sorprendido me dijo que lo buscara en su móvil. Era tan antiguo que casi no se como buscarlo en la agenda. La tenía grabada como AA Eva que era el nombre de la hija. 

Lo agregué a mí móvil y le mandé un wasap contándole que había conocido a su padre y me había dicho que llevaba mucho sin ver a su nieta. En seguida me contestó. Le propuse hacer una videollamada para darle una sorpresa a Pepe y me dijo que Si al momento. 

Creo que nunca olvidaré la cara de Pepe cuando vio por la pantalla de mi teléfono a su hija y a su nieta. Empezaron a ponérsele los ojos llorosos. No se lo creía. Me abrazó y la verdad no pude evitar que me saltasen a mi también las lágrimas. Acababa de hacer feliz a Pepe que no sabía que hacerme. 

Me quedé tan contenta que me ofrecí a volver otro fin de semana a explicarle a Pepe con móvil nuevo como podía hacer eso tantas veces como quisiera. 

Sin esperar mas tiempo, el fin de semana siguiente fui con mi abuelo y una amiga a casa de Pepe y bajamos al pueblo a explicarle como funcionaba. Llamamos también a Lucía que bajó con el móvil de su madre. 

Después de ese fin de semana tengo dos nuevos contactos en mi móvil (Pepe y Mamá Lucía). 

Tercer premio

Carla Chantrero Álvarez (María Inmaculada)

La vida de un ser humano: nacer, crecer, convertirse en adulto, envejecer y morir. Eso es algo que acompaña al ser humano desde sus inicios. Sin embargo, dentro de ese ciclo se pasa por alto la gran importancia que tienen las decisiones que se toman. Cada elección puede determinar la forma de crecer, el tipo de adulto que vas a ser, como vas a envejecer e incluso también como vas a morir. 

Aunque todas estas decisiones cambian completamente el rumbo de la vida de una persona, hay algo que todos atravesamos sin poder evitarlo: la adolescencia. Ese periodo, que abarca años muy intensos, de cambios, de aprendizaje, y sobre todo, de errores. Muchos de nosotros, cuando nos adentramos en esta etapa, pensamos que somos los mejores, que nada nos puede superar, que lo sabemos todo y que somos los reyes de nuestro pueblo o ciudad. Se podría decir que pecamos de soberbios casi todos los días. Vivimos varios años basando nuestros actos en esos pensamientos, y tardamos demasiado tiempo en darnos cuenta de que eso es un error. Pero, ¿De verdad somos tan egocéntricos como para pensar que podemos llegar a ser más inteligentes o mejores que nuestros mayores?. Los abuelos, las personas mayores, son una parte indispensable de nuestra sociedad, de nuestra evolución en la historia del mundo. 

En el día a día, desde la ignorancia y el egoísmo, vemos a esas personas como seres indefensos, desgastados, sin fuerzas. Incluso como personas vacías. Sin embargo, ¿Qué sería del mundo sin la sabiduría de esas personas?. Mientras que nosotros, los adolescentes, nos quejamos de que no nos dejan salir hasta tarde, de que nos castigan por suspender o porque intentan mandar nuestros padres sobre nosotros, estas personas pasaron momentos muy duros que para una persona de quince años puede sonar al guión de una película dramática. 

Nuestros abuelos, esas personas que a pesar de que haya días que no les hagamos caso siguen ahí, posiblemente hayan pasado una guerra o dos, hayan tenido que dejar su tierra para darles un futuro digno y suficiente a su familia, que ahora nos cuida a nosotros. Por esto y por muchas otras cosas debemos darles la mportancia que se merecen. 

Es tan simple como regalarles un poco de nuestro tiempo: aprender con ellos la cocina que tanto nos gusta y que tanto echamos de menos cuando nos vamos, jugar a las cartas, escuchar todo lo que nos quieren contar llenos de ilusión, o incluso simplemente sentarnos con ellos en el sofá a ver la tele. ¿Por qué dándonos tanto cariño diariamente no somos nosotros capaces de darles lo mismo de vuelta? Entablar conversaciones con ellos, interesarnos por sus cosas al igual que ellos se interesan por las nuestras, ayudarlos en lo que sea necesario son formas de hacerlo. Esto puede ser tanto echar una mano en sus tareas del día a día como ayudarles a que se adapten a todas las novedades de la sociedad actual; como por ejemplo instalarles un teléfono móvil. Así puedan comunicarse con nosotros fácilmente y sentirnos mucho más cerca cuando no podemos estar con ellos. 

Además de todo esto, los adolescentes debemos ser realistas con nosotros mismos, y darnos cuenta, cuanto antes mejor, de que vamos a pasar muchos años a base de prueba y error. Y qué mejor que contar con su ayuda. La ayuda de personas que ya criaron a una familia, a veces tan grande que a día de hoy eso parece imposible,que ya trabajaron años y años para poder sacar adelante su vida, hasta con varias crisis de por medio: la crisis económica del 2008, el racionamiento de comida en la época de Franco... Quizás no sepan hacerse un selfie, hacerse el eyeliner o comprar por Internet, pero lo que ellos saben muchas veces llega a tener un valor superior a lo que aprendemos en los libros. Aceptar todos los consejos que nos quieran dar, esa pizca de sabiduría tan valiosa, es lo mejor que podemos hacer tanto para nosotros y nuestro crecimiento como para la felicidad de ellos. Esto puede ser así ya que este acto de compartir lo que ellos saben con nosotros, y también nosotros darles de vuelta la forma de ver las cosas en el siglo XXI es una muy buena forma de que ellos sientan que, aunque alomejor no estando con nosotros todos los días, siguen formando una parte imprescindible de nuestra vida, crecimiento y educación. 

Si somos capaces de hacer todo esto, acompañado de todo el cariño y amor que tenemos guardado en nuestro corazón, estaremos haciendo uno de los mayores actos de generosidad que podremos hacer nunca. 

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