Opinión

Aguas para todos los gustos

Nunca supe que era el agua de Carabaña, qué peculiaridad la distinguía, en qué se diferenciaba de las otras aguas, pero daba por hecho que tendría virtudes parecidas a las del Agua de Socorro que, de vez en cuando, se les administraba a los bebés para alejar de ellos a los malos espíritus que, de forma persistente, al parecer los acosaban. ¡Ah! También servía para bautizar al crío en caso de necesidad, de ausencia del presbítero o incluso en caso de apuro real o imaginario, es decir, por si acaso.

Sabía, en cambio, sabía muy bien, qué era el agua de Litines que a veces preparábamos mi hermano y yo antes de las comidas. Lo hacíamos con cuidado extremo, para que no nos reventase la botella entre las manos, pero creo que nuestras preocupaciones eran excesivas. ¡El agua de Litines! Comprabas los sobres en la farmacia y te preparabas tu mismo la gaseosa.

Incluso era capaz de imaginarme el agua de azahar puesto que sabía en que casos estaba recomendado su uso. Se decía, o eso creo recordar, que debía ser aplicado a doncellas desmayadas o simplemente lánguidas, cuando no más cursis que una coliflor con faralaes, pero creo que eso era un subterfugio, o un placebo, porque había roscones y bizcochos que me sabían a ella y sospecho que su mayor aplicación fuese en la repostería.

Entonces había muchas aguas. La de Lourdes era una de ellas, la del Jordán otra. De ambas les traje yo a mis suegras. Digo suegras porque a mi esto del matrimonio siempre se me dio muy bien, o muy mal, y esperaba de ellas mayor aprovechamiento que el obtenido con la de azahar.

Una vez traje de Israel unas botellitas de esas que te daban a beber en los aviones, antes, cuando consideraban a los pasajeros como personas y no como simples paquetes, bultos engorrosos a los que mejor es disuadir de que accedan a los aeropuertos. Todo sea por la seguridad, naturalmente, ya que no por el negocio.

Para conseguir rellenar tales botellitas en río en el que en su tiempo se había sumergido Jesús el Cristo, me acerqué a la orilla de sus aguas, las rellené unas como pude sumergiéndolas en ellas, y se las traje a quien entonces era todavía mi suegra. Pero me olvidé de darle una. Al cabo de los años, olvidado del proceso que recuerdo, me la bebí creyendo que su contenido respondía a la etiqueta anunciadora de un güisqui digno de ser bebido a última hora de una tarde de invierno, sin utilizar un vaso, a puro trago de gollete. Escupí todo lo que pude, lavé la boca con agua oxigenada y me dispuse a esperar pacientemente a que me pasase cualquier cosa. No me pasó nada. MI suegra tampoco experimentó ligera mejoría.

Eran, aquellos de las aguas, unos tiempos tan distintos de estos que estremece su simple recuerdo. Entonces todavía teníamos, todos, un ángel de la guarda que cuidaba expresamente de cada uno de nosotros apartándonos de los precipicios, alejándonos de los abismos innombrables. Había uno en concreto, me refiero a un ángel de la guarda, que me dio mucho que desconfiar. Aparecía en unas estampitas que nos daban advirtiéndonos de los pecados que nos esperaban en caso de que fuésemos al baile. Era siempre el mismo y a mi eso me descolocaba. Si cada uno disponíamos de uno qué era aquello de que para bailar se ocupase uno de todos. ¿Y el propio?

Lo aceptaba porque sabía que tenían que estar muy ocupados con los de Ribadavia que, como en la diócesis orensana era pecado mortal hacerlo, se iban a bailar, en A Cañiza, al Hotel Rebeca, pues el término pertenecía ya a otra diócesis en la que como mucho, supongo yo, era considerado venial. Recuerdo a una compañera de instituto, alta, esbelta, guapa, que cuando se iba a confesar y el cura le preguntaba si había ido a bailar le contestaba siempre que si, pero que ella era de la diócesis de Astorga. La nuestra fue una adolescencia muy entretenida.

No sólo teníamos ángeles a barullo, también teníamos arcángeles, serafines, querubines, tronos, dominaciones y potestades. No se qué habrá sido de ellos. A lo mejor ahora están entretenidos con los comisionistas y comisionados de la Gurtel y la Púnica, los ERE y los desesperes que tanto nos tienen sobre ascuas en las que nos consumimos. Rita Barberá debe tener una legión de arcángeles que la abanican con el suave céfiro de sus alas cuando le llega la hora de dormir.

Pero hablábamos de aguas. Quizá sea hora de regresar a ellas, aunque pueda parecer demasiado frívolo, en exceso, este tipo de recordación con la que nos está cayendo. Espero que lo consideren como algo refrescante. Refrescante como el agua de limón, freeeeeesca y duuuulce, que se vendía por las calles ourensanas llegados estos días y todo a lo largo de los del verano. La voceaban así prolongando el grito en las primeras vocales hasta que alguien se acercaba al vendedor y pedía ser servido.

En ese momento el aguador se detenía, inclinaba un recipiente de lata o cinc que transportaba colgado a la espalda y que iba recubierto de corcho, para que el líquido se mantuviese fresco. Así dispuesto, alcanzaba un vaso de una lata que había contenido conserva de dulce de membrillo y ahora estaba ocupada por seis vasos sumergidos siempre en la misma agua y temperatura ambiente te lo llenaba de agua de limón.

Te cobraba un can, que era como se les decía entonces a las monedas de diez céntimos de peseta. Un perro, le decía la gente más fina. La misma que a los cinco céntimos, es decir, a una cadela, le llamaba perra; perra chica los de mejor familia.

Fui bastante adicto al brebaje aquel que, supongo yo, mejor dicho, ahora, doy por hecho que iba acompañando de no pocas babas de los consumidores precedentes. Pero con todo y con eso hasta aquí llegamos para poder narrarles estos cuadros costumbristas que les sonarán a música celestial a los más jóvenes de mis paisanos. A los de mi edad y aproximados espero que los entretengan más que cualquier telediario e incluso se los hagan olvidar, mientras se sonríen, invadidos de esa nostalgia dulce que suele traer con el tiempo recuperado.

Te puede interesar