Opinión

Los dientes del piloto lo primero

Los más de ustedes sin duda que se acordarán de José Antonio Silva. Fue escritor, una de sus obras se tituló como habría de hacerlo otra novela de Miguel Delibes: “El hereje”. Fue un buen novelista políticamente incorrecto, era de derechas y eso entre la grey a la que yo pertenezco nunca estuvo muy bien visto. Un escritor que no vio compensada en éxito la bondad de sus escritos. También fue presentador de Televisión Española. Recuerden el mítico “Informe semanal” que él fue el primero en dirigir. Hizo otros muchos. Pero no es ni de su obra literaria, ni de su actividad periodística, por lo que hoy lo traigo a colación, dieciocho años después de su fallecimiento; acaecido un 22 de mayo, dos o tres días después de que lo hubiese visto en la playa de A’Guieira, en Porto do Son, tomando el sol en bañador, completamente ajeno o despistado del cáncer que se lo llevaría a las pocas horas. Él era así. Cuando le dieron el diagnóstico, llamó a casa y dijo “veniros para aquí, me acaban de diagnosticar un cáncer y quiero tomarme una copa con vosotros”. Recordando esto quiero decir que fuimos muy amigos durante los últimos años de su vida. Lo recuerdo con afecto.

Además de escritor y periodista, José Antonio Silva fue piloto de aviación. Voló en Aviaco, en Spantax y en Air Europa, al menos en estas tres que yo recuerdo ahora. Una vez despegó de Peinador, llevándome en cabina, mientras un coche de bomberos nos seguía por la pista, con la manguera lista y pegadito al motor del ala derecha, porque había peligro de que se incendiase durante el despegue. Despegó sin mayor problema. En otra ocasión se permitió volar en círculo sobre una ciudad de la costa para enseñarme lo hermosa que era. En aquellos años se podían hacer esas cosas. Pero ya entonces se empezaban a notar las consecuencias de que primasen las cifras de la inmediata cuenta de resultados, sobre la que habría que considerar rentabilidad a largo plazo al fin y al cabo siempre más definitiva.

En la época aquella, a principios de la década de los noventa que José Antonio no llegaría a ver concluida, ya empezaban las compañías de aviación a racanear, por ejemplo, con los neumáticos de los trenes de aterrizaje, si es que ya no habían empezado a hacerlo antes, que no lo sé; sólo hablo de aquello que puedo dar por cierto por habérmelo comentado quien lo hizo, mi amigo escritor, periodista y piloto de líneas aéreas comerciales.

Cada vez que José Antonio se refería a la posibilidad de un accidente solía argumentar que los primeros interesados en que no se produjesen eran los pilotos. La razón que aducía era la de que los primeros dientes que se romperían serían los suyos. Siempre le creí. En el año 2002, después de haber despegado del aeropuerto de Sydney, prendió fuego en la bodega de equipajes. El comandante del avión nos informó puntualmente de lo que estaba pasando por si no había sido suficiente con el calor que empezó a hacer para que nos hubiésemos dado cuenta de lo que sucedía.

De Australia aquí hay una tirada, también entre Sydney y Singapur, en donde suelen ser hechas las escalas, por lo que los depósitos estaban a tope. La bodega seguro que era estanca, seguro que el líquido antiincendios había funcionado, pero el calor transmitido a través de los mamparos seguro que podría incendiar el combustible de forma que el avión podría desintegrarse en cualquier momento. Cualquiera que haya navegado sabe que el mayor peligro en un barco es el fuego. Aun así puedes nadar, en caso de que no te subas a bordo de una balsa salvavidas. ¿Y en un avión?

Al cabo de unos minutos el avión dio la vuelta para regresar a Sydney. El aterrizaje fue de película. Al cochecito de bomberos vigués lo sustituyó una docena de ellos y qué se yo cuántas cosas más. El avión, cargado de combustible como estaba, podía partirse en dos al tomar tierra. El comandante aterrizó con la suavidad con la que hubiera podido hacerlo el plumón de una paloma suavemente mecido por la brisa.

Cuando, ya en tierra, el comandante se paseó entre nosotros los pasajeros, ufano y feliz, orgulloso de su temple y su pericia, comprendí lo de los dientes que decía José Antonio Silva. Nos había salvado a todos, había salvado el avión de la compañía Qantas, pero también había salvado su propia vida y la de su tripulación.

Empecé a escribir estos comentarios cuando acaban de decir que los pilotos del avión que se estrelló la semana pasada volaron dormidos o semiinconscientes, porque las cajas negras dejan oír voces y susurros que no se puede decir que no sean los de ellos, y me da en pensar que, de estar despiertos, algo que no hay que descartar, la angustia que probablemente le ahorraron a los pasajeros la asumieron entera únicamente ellos.

Desde el jueves pasado hasta ahora mismo puede que hayan sucedido muchas cosas. Entre ellas que los ahorros y las rentabilidades inmediatas que hagan presentables las cuentas de resultados hayan sido causantes de algo más que de una reparación rápida que permitiese jugar a la ruleta con unas vidas confiadas no sólo a la pericia y a la profesionalidad de los pilotos, incuestionables a partir del principio expuesto, sino a la responsabilidad y la ética de una gran compañía de aviación. Eso o que los pilotos se hubieran vuelto locos.

También que se haya puesto en evidencia, una vez más, que la tecnología punta, por muy puntera que sea, sigue estando necesitada de la capacidad de improvisación de la mente humana, mucho más compleja que ella, al tiempo que de la pericia y la capacidad de reacción de unos profesionales capacitados y en perfectas condiciones físicas y psíquicas que subsanen en breves segundos los errores de las máquinas. Eso o que haya sido otra cosa. Pero eso es algo en lo que no quiero pensar ahora. Que lo pienso.

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