Opinión

La enfermedad infantil del buenismo

Lenin, don Vladimiro, escribió algo así como "la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo". Confieso que nunca fui un fervoroso lector de sus textos, ni tampoco de los que, de un modo u otro,  se relacionaban con el Estado que él significadamente colaboró a implantar... con los resultados de todos conocidos. Tampoco me leí "El Capital", de Don Carlos Marx, que se me antojó un coñazo equivalente (en el esfuerzo requerido para su lectura) a "El paraíso perdido" de John Milton con el que tampoco pude.
Todo ello, menos el texto de Milton, claro, no fue óbice para que militase en donde lo hice en los duros años de la clandestinidad llevado más que de una ortodoxia, que yo, eterno heterodoxo de toda doctrina establecida, no asumía, sino de la férrea convicción de que no hay mejor cuña que la del mismo palo. Consumida la dictadura entregué las actas electorales de la mesa en la que figuré como interventor y dije adiós muy buenas, solo faltaría que permaneciese en una organización que me ofreciese menos libertad que la sociedad en la que vivo. Y me fui, claro. Desde entonces no he vuelto a militar en ningún partido, llevado quizá de idéntica convicción.

Todo esto no quiere decir que me arrepienta de mi militancia clandestina. En absoluto. Gracias a ella conocí y traté a verdaderos ejemplares de bondad humana, también a más de un sinvergüenza y llegué a la simplísima convicción de que en todas partes cuecen habas. Y para eso tan largo viaje. Pero, que le quieren, la vida es así. Volvamos a la enfermedad infantil del izquierdismo, por donde empezamos y por donde quizá debiéramos haber continuado.

Me acuerdo de tal enfermedad, la del izquierdismo galopante, cada vez que el término buenismo asalta mi pensamiento; la última vez, el otro día, cuando lei que el juez Vázquez Taín, que es de ahí al lado, de A Merca, había absuelto a una señora que, oh, sacrilegio, le había zoscado un bofetón a su tierno hijito de once añitos, criaturita. Lo hizo no una vez que  el tierno angelito hizo  caso omiso de su ruego de que preparase el desayuno, sino cuando repetido el ruego, el mozo siguió a lo suyo, sin decir ni mu y, no contento con mostrar desprecio con respeto al ruego sino incluso indiferencia a su repetición, quizá molesto, cuando no ofendido, agarró su teléfono móvil de alta gama y lo estampó contra el suelo con los resultados esperados: el móvil quedo escaralladito de todo que no había por donde cogerlo. Ochocientos euros al carajo. en ese momento la madre le aplicó el correctivo.

El rapaz, que al parecer va por buen camino, denunció a su madre en el juzgado y está acabó sentándose, después de casi dos años, pues el niño es contumaz y está lleno de razón, en el banquillo del Juzgado de lo Penal, número 2, en A Coruña, ciudad en la que, como es sabido, nadie es forastero.
Menos mal que allí funge (¿les gusta la palabra? a mi más que la de ejerce) de juez Vázquez Taín y la acusación de violencia doméstica por la que se le solicitaban treinta y cinco días de trabajo para la comunidad -como si la madre no tuviera bastantes con los que le ocasiona el hijo- y la prohibición de acercarse a su hijo a menos de cincuenta metros durante nada menos que seis meses en los que se supone que debería estar atendido por un par de fámulas que se alternasen en su cuidado durante las veinticuatro horas del día.

El problema no es que el niño resultase con un arañazo cuando, un año después, amenazó con irse de casa para siempre y la madre se lo causó al agarrarlo por el cuello de la camisa para impedírselo. El problema es que la ley no prevea estas realidades de las que son víctimas más padres y madres de los que no imaginamos o, dicho de otro modo, el problema es que no todos los jueces tengan la sensibilidad y el buen sentido de los que Vázquez Taín lleva dando muestras no solo en esta sino en muchas otras ocasiones. La enfermedad infantil del buenismo en la democracia es una epidemia más de las muchas que afectan al cuerpo social al que pertenecemos. Hemos delegado el papel de educadores en los profesores de nuestros hijos al mismo tiempo que nos encargábamos de desposeerlos de toda la autoridad en las aulas. Que el hecho de ponerse en pie cuando el profesor entrase en el aula pasase de ser una acto cuando de no de cortesía sí de buena educación a una muestra de autoritarismo extremo no fue una mera tontería. El ser humano es un animal simbólico que se guía por ritos y costumbres que generan actitudes y comportamientos. No hay que maltratar a los hijos, no hay que maltratar a nadie, pues todos merecemos respeto, incluso los profesores, incluso los médicos en las consultas, los ciudadanos en las calle o incluso o los hinchas que le mientan las madres a los jugadores visitantes Este no puede ser el país de tócamerroque. Y está siéndolo.

La enfermedad infantil del buenismo es óptima para lavar conciencias pusilánimes o hipócritas, propias de beatos o beatas de esta congregación o aquella, pero nefasta en un plazo mucho más corto de lo que sería deseable. ¿Nos atrevemos a imaginar el comportamiento actual del niño con su madre, una vez que lo sabemos capaz de mantener una acusación como la suya durante un plazo de dos años sin que nadie lo hiciese recapacitar durante todo ese tiempo de convivencia en el hogar materno?

Te puede interesar