Opinión

De la pertinaz sequía a la pertinaz corrupción

Es posible que uno se sienta como un niño en más ocasiones de las debidas y que cualquier fruslería le haga feliz al menos durante los breves minutos que lleva dar cuenta de una pequeña codorniz cuando lo que se afirma que hace felices a las gentes sea el comer perdices; no sé por qué, pero así es.

El caso es que de tanto ir y venir de Laias a Ourense, de Ourense a Laias, pasando por Untes, me llevó a parar de nuevo en Casa Silvino que era parada obligada cuando de donde iba era de Ourense a Pontevedra y de Pontevedra a Ourense, hace ya bastantes años. Aunque también pasaba por allí –entonces no paraba- cuando durante los sábados como estos de marzo, abril y mayo, me dejaban salir del colegio y alquilaba una bicicleta en la misma plaza de las Mercedes para subir hasta O Carballiño, darme un chapuzón en el Arenteiro y bajar zumbando a Ourense casi siempre cuesta abajo.

Eran tiempos de “la pertinaz sequía”. No todos se acordarán de ellos; yo, perfectamente. En su recuerdo paré en Casa Silvino, pedí unas anguilas fritas y una codorniz que, entonces, era pájaro tan emblemático como pudiera serlo ahora el Wyoming que presenta “El Intermedio”. La diferencia es que ahora no lo hace en medio de una sequía pertinaz como la de entonces, aunque a esta ya le va llegando, sino de una corrupción que no cesa y nos tiene a todos algo anonadados. A todos o a casi todos. Hace una semana empezaron a salir los estudiantes a la calle y, oyéndolos, parecía que al menos una parte de la población permanece todavía despierta. Hay que esperar y ver lo que han seguido alborotando algo este tranquillo gallinero que habitamos sin que los más nos comamos las perdices.

Me tomé las anguilitas, mal que bien diseccioné la codorniz y regresé a Laias; supongo que luciendo un aspecto de felicidad y satisfacción propios, cuando no de un tierno infante –ya les dije que a veces disfruto como un niño- sí al menos de un viejo algo ingenuo y definitivamente desgastado que se había olvidado de la corrupción que no cesa y es todavía más pertinaz que la sequía aquella de la que veníamos hablando.

Al llegar a Laias la sala de recepción del balneario estaba llena de mochilas grandes como aquellos baúles medio-mundo de la gente nuestra que todavía emigraba a las Américas en los tiempos comentados y aun después, llegados los finales sesenta cuando yo era marino y navegaba en los barcos que los traían y llevaban. El caso es que las más de las mochilas lucían la bandera de Bielorrusia sobre ellas verde y roja. No partes iguales y verticales como la portuguesa sino distintas y horizontales… como la bielorrusa, naturalmente en donde, dicen, se está dando lo sé si la dictadura perfecta o al menos una que funciona, lo que ya no sería poco

-¡Ya es casualidad! –me dije.

En realidad venía pensando más que en la codorniz o en las anguilas, algo que por lo menos a mi me da más juego literario que la corrupción, precisamente en la corrupción que no se me presta a ningún tipo de juego. Y se me despertó el recuerdo, claro. A Rusia le tengo gran cariño y todo lo que me suene a ella siempre me suena bien, al menos en principio. Bielorrusia también claro.

No es que mi temprana consciencia de escritor se despertase leyendo a Dostoievski o a Tolstoi, a Solzhenitsin o Shólojov, que si se despertó leyéndolos, es que gracias a los once libros míos traducidos a esa lengua sobreviví como escritor e incluso como persona durante los años que posiblemente fueron los más negros de mi vida. Pero hoy no toca evocar por ese lado, sino por otro que relacioné de inmediato con aquellos primeros y ya lejanos años, posteriores a la disolución del régimen soviético, durante los que viaje a Rusia con bastante frecuencia. Lo hice cuando allí campaba la corrupción de un modo que me sobrecogió.

No era que en España no la hubiese, claro que la había. No esta de ahora y desmadrada, sino otra más sutil al tiempo que mucho más sería que la rusa. Aquí si se solicitaba un tanto por ciento de comisión por esto o por aquello, el que pagaba tenía la completa seguridad de que la obra, la colocación o lo que fuese le sería adjudicado. En Rusia ya querrían para si tal seriedad. Carecían de la mínima garantía de que la comisión que empezase siendo de un tres o de un cinco por ciento del presupuesto total de la obra no fuese siendo incrementada a demanda de cada uno de los sucesivos responsables de la ejecución y no pudiese desorbitarse de mala manera sin que, además, nunca hubiese garantía alguna de cumplimiento de los compromisos establecidos.

En San Petersburgo está el Museo del Hermitage, algo así como el Museo de la Casa del Ermitaño -ya saben que los zares fueron muy francófilos y que estas cosas de la onomástica se le daban mucho y con frecuencia- tan lleno de piezas museísticas de todo tipo que si uno dedicase un minuto de tiempo a la contemplación de cada una de ellas necesitaría ocho años completos de su vida, contando días y noches enteros, para verlas todas. Entre ellas está “El Afilador” atribuido a Antonio Puga, un ourensano de la primera mitad del siglo XVII; de hecho el cuadro creo recordar que está fechado alrededor de 1640. No reproduce a roda de afiar, sino un carretillo con roda de amolar y pipote de agua incorporado que están siendo utilizados es de suponer que con gran posibilidad de acierto por uno de Nogueira de Ramuín.

Excuso decirles que los ojos se me hicieron chiribitas y que, como soy un inconsciente, empecé a argallar para que el cuadro pudiese “regresar a casa”. Confieso que al principio todo fue bien, incluso sobre rodas, como era el caso; tanto y tan bien que se le planteó a Manuel Fraga tal posibilidad y que esta le pareció de perlas; tanto y tan bien, que “la recuperación” echó a andar. En ese justo momento empezaron a surgir lo que podríamos decir, un poco castizamente en exceso, es cierto, otros “lópeces”.

Lo que empezó siendo una compra se convirtió en una cesión temporal y hasta ahí incluso se puede decir que iba bien la cosa. Luego ya pasó a ser más complicado y lo que en principio iba a ser una cesión pasó a convertirse en una autorización para la ejecución de una copia que habría de suponer un desembolso inicial de una cantidad que no especificaré porque me temo que carezco de la memoria suficiente y será prudente suspender el relato en ese justo instante de la propuesta de copia.

Si iremos camino de circunstancias como las que recuerdo por vía de escurridizas anguilas y volanderas codornices es algo que ignoro, pero ya nos va llegando de rueda de amolar al personal. La pertinaz corrupción amenaza con acostumbrarnos a su presencia y ya nada empieza a sorprendernos de modo que la aceptamos no sé si resignados pero acaso más silentes de lo esperable. En fin, no nos pongamos moralistas que no nos va en absoluto, pero tampoco nos resignemos a aceptar la realidad como si no fuese con nosotros porque va, vaya si va. ¡Y cómo nos va!

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