Opinión

Razones contra la esperanza

El domingo pasado pudimos dar por finalizado el proceso electoral; no hay por que preocuparse, dentro de nada tendremos otro. Las tertulias televisadas volverán, entonces, a ofrecernos horas y horas a través de las que, unos y otros, se cruzarán respuestas y afirmaciones que nada tendrán que ver con lo que fue preguntado ni mucho menos con lo que fue negado por su contrincante, adversario o simplemente enemigo, más contumaz y gritón de lo deseablemente esperado, más sofista de lo cabría suponer y más repetitivo de lo que cabría desear.

Durante días y días, durante semanas y semanas, los indas y los maruendas, asistidos de los representantes partidarios y de otras especies musicales, nos deleitarán de nuevo con sus trinos y gorjeos, con sus graznidos estentóreos y discordantes, hasta lograr un entontecimiento, tan inevitable como indeseado, que surgirá siempre e imparable en aquel momento en el que nuestras mentes, incapaces ya de reflexionar ante la avalancha de datos y consignas, claudiquen y se entreguen de modo incondicional a los más ancestrales sentimientos de pertenencia y grupo que nos han de inducir a votar en razón del porque sí, del porque así votaría mi padre, así ya lo hacía mi abuelo, lo hacen Piqué o Iniesta, Ramos o la madre del cordero. Pero nunca o casi nunca en función de un reposado ejercicio de raciocinio que, a alturas tales, resultará imposible para nuestras mentes repletas de consignas, de frases hechas, de acusaciones cruzadas y casi nunca de análisis serenos.

El último de los espectáculos ofrecidos consistió en ese machaconeo, en ese martilleo constante en el que siempre escuchábamos los mismos argumentos, quizá porque no hubiese otros, quizá porque el chiste del asunto consista precisamente en eso. Y lo mejor es que ha dado resultado. Vaya que si lo ha dado. Algo ha cambiado. Donde antes estaban unos, ahora están otros. ¿Debemos sentirnos medianamente esperanzados?

Supongo que no, que no debemos sentir demasiada esperanza. Excepto sólidas y rotundas excepciones lo que se ha podido sentir e incluso ver es el aliento de los perros ante el olor de la poltrona. Se han pactado soluciones de todas las formas posibles en los lugares más distantes y distintos con los candidatos más diversos bajo el amparo de las ocurrencias más originales y las soflamas más peregrinas y anticuadas, por parte de todos, absolutamente de todos los partidos enfrentados. Con más vehemencia y escándalo en unos sitios que en otros, pero así ha sido. Primera razón contra la esperanza.

Segunda. Visto que ante la posibilidad de ocupación del poder el comportamiento que se derivó de ello, de esa posibilidad de ejercer asiendo el bastón de mando, fue el que se nos ha ofrecido, no cabe esperar que la condición humana, al menos la así manifestada, nos ofrezca grandes cambios. La gente ilusionada que ahora llega, utilizando un lenguaje que ya pudimos oír en los primeros años de esta curiosa dictadura democrática en la que, de una forma u otra, hemos desembocado, acabará por hacer lo mismo que los de mi generación hicimos. ¿Y que hicimos? Pues dar pie, con nuestros errores, a que llegara esta de repuesto e ilusionada. Sucedió así porque organizamos tramas corruptas, derivamos fondos públicos, malversamos y malgastamos el capital democrático hasta entonces conseguido. ¿Por qué lo hicimos?

Lo hicimos porque las leyes nos lo permitieron, diría más, porque así nos lo indujeron y, mientras esas leyes no se cambien, nuestra condición nos empujará, los empujará a estos que ahora llegan como una ola que promete dejar limpia la playa ciudadana, a repetir los mismos errores que nuestra generación ha cometido.

No se puede gobernar a un pueblo que ocupa el territorio en el que habita de una manera completamente distinta a como lo hacía a mediados del siglo XIX, que fue cuando se decidió la estructura territorial que determinó la existencia de los todavía vigentes ayuntamientos y de las ya innecesarias diputaciones.

No se puede gobernar a un pueblo que elige a sus gobernantes con leyes obsoletas e inservibles, útiles en su momento, nefastas en los que ahora estamos. Se deben de acabar las listas cerradas que obligan al representante popular a rendir cuentas ante la cúpula de su partido en vez de hacerlo ante sus electores. Los partidos y sus financiaciones deben regirse por otra ley que sustituya a la vigente, los alcaldes deben ser elegidos de otro modo y la Constitución debe admitir enmiendas que la adapten a los nuevos tiempos que se viven.

Ya sabe, pues la experiencia así lo dicta, que los partidos dinásticos no están dispuestos a cambios como los que se citan y aún a otros más que se omiten porque el espacio es el espacio y además uno no se las sabe todas. Falta por saber si los ahora recién incorporados serán capaces de hacerlos, si podrán hacerlos e incluso si les permitirán que los hagan. Lo que sí está claro es que, de aquí a las elecciones generales, no será posible que tejan un cesto democrático en el que quepamos todos, pues con estos mimbres difícilmente van a poder hacerlo. ¿Qué esperanzas son, pues, las que razonablemente cabrá esperar?

Pocas. Pero estos meses serán fundamentales de las que podamos albergar en el futuro. Tanto por parte de unos, como por parte de otros. El PSOE parece que ya enfila de nuevo el viejo camino que había abandonado, el PP promete hacerlo. Ahora falta por saber si las mareas ciudadanas y podemitas siguen por el que ya han emprendido desde que han surgido a la palestra pública. Se dice así porque todos somos necesarios y aquí no sobra nadie. Lo único que falta es la decisión colectiva de que todo cambie y una sociedad civil fuerte y determinada que empuje a ello con decisión y mente clara.

Por eso, de momento, esperanzas pocas y, de ser posible, firmemente asentadas; es decir, que quedamos de nuevo con lo que el pesimismo de la razón nos impone y el optimismo de la voluntad nos reclama. Pero puede que por fin la Transición haya comenzado. Sigamos, pues, atentos a las tertulias y a los debates, pero empecemos a pensar al margen de lo escuchado. Y de lo que en ellos nos haya sido prometido.

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