Opinión

Un rosario donde la Chuchona

El jueves nos quedó pendiente lo suscitado por el relato que hace Torrente Ballester en una de sus novelas una vez que conoció un hecho real acontecido en el Ourense de principios del siglo pasado o quizá a finales del anterior, extremo que desconozco. Hace unos años debiéramos haber escrito: el jueves próximo pasado, pero ahora ya es tarde para ello, así que lo dejamos como está.

Amador Rego, al que ya conocen ustedes y a quien yo me referí en su día, me escribe diciéndome que él, que lo sabe todo o casi todo sobre Ourense, no tiene ni idea del hecho al que me refiero y Torrente escenifica: El de una prostituta a quien se le negó tierra sagrada de modo que su cadáver fue paseado durante horas y horas por la ciudad hasta conseguir ser seguido por una pequeña multitud que, según cuenta Torrente en su novela, clamaba “¡tierra santa para la difunta, tierra santa para la difunta!” Hasta conseguir, al menos sucede así en la novela, que le fuese dada sepultura en el camposanto ya a punto de concluir la lluviosa noche y a punto de anunciarse la alborada.

Sin embargo Amador me da noticia de una carta al director que se me había pasado. Fue enviada por su primo Adolfo Rego y la confirma con todo lujo de detalles. Me alegra un montón que se confirme. ¡Lo que no llevaré hablado yo de este episodio! Relata Adolfo Rego, 94 años, una memoria prodigiosa y un algo más que envidiable uso del gallego, que aquella cuya alma habitó en vida el cadáver del cuento, ocupaba este profesionalmente en la casa de “La Charito” quien, años más tarde y ya anciana, acudía al café Realte, sito en la calle de García Mosquera, a contemplar como él y sus amigos jugaban al tute subastado, conocido también como tute cabrón, una vez llegadas las primeras horas de la noche. La tal fue conocida como “La Paloma” y ejerció su oficio a la par que sus colegas “La Costilleta”, pequeña, gordita y con el pelo a lo garçon, y La Modelo a quien, los más puritanos, supondrán como poco digna no ya de admiración sino incluso de la emulación más nimia. Así son las cosas. Parece ser que al final acabaron dándole tierra en el cementerio civil, hecho que no se reproduce en el texto de Torrente pero convengan conmigo los lectores, aun los más integristas, en que realmente hubiese sido más digno y ejemplificador.

La casa de la Charito estaba, así lo cuenta Adolfo Rego, al final de la rúa do Vilar, ya a la altura del Campo del Pompeo perteneciente al entonces llamado Instituto del Posío. El Pompeo, en donde pasábamos nuestra media hora de recreo y recibíamos nuestra clase de gimnasia- estaba a bastante altura sobre el nivel de la calle gracias a un muro de piedra rematado por una alambrada que permitía asirse a ella para poder observar el tránsito callejero.

Yo me encaramé muchas veces a ese muro. En no pocas oportunidades pude contemplar airadas disputas habidas entre colegas de la Paloma, la Modelo y la Costilleta y no sé si todavía pupilas de la Charito, pero comprobarlo, claro. En alguna de esas ocasiones aparecían algunas santas mujeres que iban de camino hacia la iglesia de la Trinidad para asistir a misa de media mañana o ya de vuelta de ella que intentaban poner paz en trifulca que tan mal ejemplo nos proporcionaba a los tiernos escolares que entonces éramos nosotros.

Era prodigioso el desarrollo posterior a la intromisión de las beatas. En muy pocos minutos, el recreo duraba media hora, las beatas se habían convertido en putas y estas poco menos que en beatas pues hacia ese punto se habían deslizado los diálogos y los calificativos empleados: las putas hablaban como beatas y estas, totalmente irritadas, acaban inexorablemente blandiendo sus bolsos y vociferando como profesionales de la cosa. Aquel mundo, a veces, era así de divertido.

Otras veces lo era menos; por ejemplo, cuando mataron a un taxista que era padre de un jugador del Deportivo Orense y había acudido a un bar atendiendo a la llamada de un cliente. O cuando algún compañero mío de bachillerato, a inducción y consejo del hoy difunto Padre Silva, a fin de salvar almas, se puso a rezar el rosario, de rodillas y con los brazos en cruz, a voz en grito, delante del bar en el que ejercían la Chuchona y la Bastonera. Dar testimonio de fe, nos decían que se llamaba esa figura. A nosotros nos parecía más bien cosa propia inmolación o de martirio. Pero en esa realidad y no en otra fue en medio de la que nos educaron. Salíamos de la dirección espiritual del Padre Silva y las clases del Padre Román, que lloraba cuando tenía que suspender a alguien, de Don Camilo Andrade que cantaba como un jilguero o como un ruiseñor o del Padre Legísima que era bueno y viejo; también de la de Don Agustín Madarnás que a su vez era bueno y sabio y encaminó a Casares hacia la Literatura, salíamos de las manos de aquel sacerdotal equipo y, al llegar a la rúa de Colón, nos desviábamos a la izquierda para contemplar el mundo prohibido en el que nuestros compañeros se inmolaban con sus rezos y oraciones, aunque fuese brevemente.

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