Opinión

Caminando el camino: hacia Santiado de Compostela (II)

El camino hacia Santiago de Compostela es un mágico espacio sociológico con variedad de lecturas y significados, ya presentes en la alborada de la Edad Media. Se caminaba formando grupos, familias y compañeros. Se hacía bien a caballo, en mula, en lentos asnos y hasta se llegaba a alquilar los llamados “asinarios”: gremios de oficios que a veces abusaban de los caminantes extorsionando a los más ingenuos.

El peregrino se veía obligado a visitar los templos desperdigados por el camino y a participar, a modo de penitencia y devoción, y de forma voluntaria y temporal, en la edificación de puentes e iglesias que se iban levantando al borde o cercanos a la senda. El largo camino, los días de inclementes lluvias o frío, se hacía más llevadero con cantos en todas las lenguas, no menos en latín; himnos semilitúrgicos que se acompasaban a veces con el ritmo de los pasos del andante.

Así se constata en el 'Liber Sancti Jacobi': «En honor del sumo rey, creador de todo, veneremos jubilosos las grandezas de Santiago; con que se alegran los que habitan en la corte más alta y cuyos hechos gloriosos recuerdan la Iglesia». Abundaban los indigentes y se amonestaba contra borracheras, riñas y fornicaciones.

El lento y duro caminar tenía, pues, sus ratos de algarabía, de asueto y de intercambio de historietas y anécdotas. Eran los gratos momentos de refrigerio, de expansión y de descanso. Terminada la ruta, quedaba la memoria del largo tránsito, que fijó la moraleja: «Si alguno llega triste, regresa alegre» («Si tristis accedit quis, letus recedit»). El inicio iba marcado por un ritual simbólico, y no menos teológico, al que había de acceder el peregrino.

En el templo del inicio del camino el peregrino recibía su viaticum: un sombrero que lo protegiera contra las inclemencias del tiempo, una esclavina en forma de medio manto, una túnica corta y desceñida para facilitar el caminar, una bolsa o zurrón para guardar objetos o alimentos indispensables, una calabaza para el agua y un firme bordón lleno de imágenes.

El agudo Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en ese fastuoso 'Libro de buen amor', aconsejaba calzar «çapatos redondos e bien sobre solados» (con buenas sobresuelas); portar una gran talega sobre sus hombros («sus costados») donde guarde mendrugos («gallofas») y panecillos («bodigos»). Y «debajo del sobaco», el mejor objeto: una «calabaza bermeja más que pico de graja» en donde guarde el agua, ya que a veces, advierte este avispado Arcipreste, los romeros caminan sin tal ayuda.

Era el bordón el mágico talismán del peregrino con múltiples resonancias simbólicas. Servía de apoyo o cayado; simbolizaba la Trinidad; protegía de cualquier ataque y, sobre todo, de las tentaciones diabólicas. La palma, como símbolo del triunfo o del martirio, caracterizaba al peregrino (palmero) camino de Jerusalén; romero era el que caminaba hacia Roma. El que lo hacía hacia Santiago de Compostela era simplemente peregrino. Ante el altar mayor de la catedral compostelana contemplaban, allá, en lo alto, el bordón que le pertenecía y que hermanaba el cansino caminar con la llegada y con el objeto sagrado. El suyo como doble del otro.

La ascesis del largo caminar, «El caminar en peregrinación es cosa excelente, aunque penosa», advierte el 'Liber Sancti Jacobi' («Via peregrinalis res est obtima sed angusta»), lo fijó vívidamente la iconografía. Presentaba al peregrino, ya en su paso final, a las puertas de Paraíso. Tal recompensa pagaba con creces la fe mantenida a lo largo del penoso caminar hacia Compostela. Todos también, al final, peregrinos hacia un eterno más allá.

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