Opinión

CAMINANDO EL CAMINO: HACIA SANTIAGO CON AMÉRICO CASTRO (XII)

En mis años como estudiante de doctorado en Yale University, en la década de los setenta, las lecturas de las tesis de don Américo Castro formaban parte, en los departamento de lenguas hispánicas, del canon crítico. Don Américo había formado, desde su cátedra en la Universidad de Princeton, a ilustres discípulos que lograron puestos de prestigio en reconocidas instituciones académicas de Estados Unidos: Juan Marichal en Harvard, Manuel Durán en Yale, Samuel G. Armistead en la Universidad de Pensilvania, y Edmund L. King, en Princeton. Algunos de ellos se tornaron en fervientes difusores de las teorías del maestro sobre el ser y el existir de los españoles. De hecho, Edmund King llevó a cabo una excelente traducción al inglés de la España en su historia de don Américo. Fue reeditada y modificada con una final versión titulada 'La realidad histórica de España'. Como el mismo don Américo, algunos de sus discípulos, y otros tantos insignes profesores (Pedro Salinas, Jorge Guillén, José F. Montesinos), salieron exiliados, o mejor trasterrados, a raíz de la incívica Guerra Civil española. Desde México, estos hijos de emigrados dieron el salto al programa de doctorado en lenguas romances de Princeton bajo la tutela del insigne polígrafo. Sin embargo, el mejor vocero de sus teorías, Francisco Márquez Villanueva, procedente de la Universidad de Sevilla, y arraigado en su carismática Harvard, no fue alumno, strictu sensu, de Castro; sí un ávido y obtuso lector y divulgador, a ultranza, de sus más arraigadas teorías.


Una de ellas se enfrenta con el origen y desarrollo del camino de Santiago y de su apóstol, dentro del contexto global del ser, del sentir y del existir de los españoles como doctrina angular: la convivencia, en un principio pacífica, de las tres culturas y religiones (cristianos, judíos, musulmanes), y siglos después, enfrentadas, en convivencia conflictiva y excluyente.


Si bien no faltaron motines y rebeliones en varios guetos judíos, a mediados del siglo XV, con la expulsión de éstos en 1492, y con la caída de Granada en el mismo año, se radicalizó tal convivencia. La obligada conversión de los judíos que permanecieron en la Península ibérica (los llamados cristianos nuevos), la implantación de las pruebas de limpieza de sangre (los Estatutos), el afán persecutorio de la Inquisición contra el sospechoso de hereje, la expulsión de los moriscos en 1609, escindieron la lejana convivencia armónica en tirante y recelosa.


De hecho, en la monografía de don Américo, La España conflictiva, sintetiza el porqué de esa España dividida, intolerante, ortodoxa y heterodoxa a la vez, conservadora y liberal. A don Américo le dolía España, víctima él mismo de una intransigente ideología (lo mismo de derechas como de izquierdas), y de un insoportable destierro, sumido y aislado en su torre de marfil de Princeton. Desde ese otro lado del Atlántico profundizó sobre las causas de tantos desmadres y conflictos. Sobre el porqué de esa desaforada violencia entre ideologías opuestas. Ahora entre partidos. Se mataba por creer o pensar de forma diferente; por vestir, hablar o caminar por la orilla, a espaldas de quien ostentaba el Poder. Ya en la genial obra de La Celestina de Fernando de Rojas, de origen judío converso, delató la contienda, sin bien literaria, de dos mundos adversos. Y nadie mejor que Cervantes, en Don Quijote, captó los trasnochados sueños de un loco en busca de la justicia, de la tolerancia y de la equidad. Su largo camino se zanjó en radical fracaso.


Es en Santiago de España donde Castro examina la radical transformación del apóstol beatífico en desairado perseguidor de herejes. Se inicia a poco más de un siglo de la invasión musulmana, y observa cómo el culto a Santiago, ya desde su comienzo, adquiere una enorme significación política, religiosa y militar. De hecho, el Santiago español dio sentido y apoyo a una forma de vida y a una creencia. Lo imaginario se incorporó al proceso de la existencia colectiva, en armonía y en rivalidad con las otras castas (musulmanes y judíos). Porque, y en palabras del gran dramaturgo William Shakespeare, el ser humano está hecho de sus mismos sueños. Cuando lo imaginado es uno de estos sueños y es aceptado por miles de gentes, el sueño se hace vida y la vida ya es parte del mismo sueño. Estamos a un paso del gran drama de Calderón, La vida es sueño.


Compostela, a modo de mágico icono de la cristiandad militante, y en nombre de su apóstol, instauró, en palabras de don Américo, el 'grito nacional de guerra', enfrentado ante los sarracenos, en apoyo de las huestes cristianas. Así, por ejemplo, en el Poema de Fernán González (siglo XIII) se alude al apoyo que da el Apóstol al conde de Castilla en su enfrentamiento con Almanzor: 'Y allí será el apóstol Santiago llamado. Enviamos a Cristo valer a su criado. Será con la ayuda Almanzor embargado'. En el cruce de tales creencias propone don Américo no tan solo la fiabilidad de unos hechos (la historia) sino también la filosofía de la historia. Los hechos que se narran como históricos son secundarios y virtuales si no están asociados con una entidad historiable: la vida colectiva de un pueblo. Y esta también se formó, transcendida de espiritualidad y belicismo, en pro de la fe cristiana, caminando un camino hacia Santiago de Compostela.


(Parada de Sil)

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