Opinión

Caminando el Camino: Hacia Santiago de Compostela (IV)

El tozudo e incansable peregrino hacia Santiago de Compostela, cargado con pintorescos bártulos, ya a mediados del siglo XII, iba confesando sus pecados ante la presencia de los llamados “lenguajeros” (‘aquellos que hablaban otras lenguas’). La llegada al templo se completaba con una ofrenda (oblatio), que iba a parar al tesoro catedralicio, con actos de devoción (el más común un cirio), con la adquisición de unas conchas y de una o más reliquias que, ya de vuelta, eran motivo de rezo y devoción. De regreso, al igual que otros peregrinos en otros espacios, culturas y religiones (en el Islam, en el budismo, en el hinduismo ), el peregrino asumía una pose de cándida espiritualidad. La expiación de una falta grave es motivo de peregrinaje de los ochenta y ocho templos budistas, siguiendo el camino de Kukai, en Japón. Más de 100.000 peregrinos completan el circuito; muchos más hacen parte de él, me informa mi buen amigo José Sánchez.

El camino hacia Santiago de Compoeta también fue transitado por el leve y nervioso caminar de damas, reinas y encopetadas señoras. Hizo nombre la princesa sueca Ingrid, caminando a pie allá por el año1270. Con más boato fue celebrado el peregrinaje de la emperatriz Matilde de Alemania, viuda de Enrique V e hija de Eduardo I de Inglaterra y, en 1154, el de Luis VII de Francia. En Santa Clara de Coimbra se halla la estatua yaciente de la reina santa, Isabel de Portugal, adornada con los atributos propios del peregrino hacia Santiago. Ya la iconografía representó con admirable sencillez a las devotas peregrinas acompañadas del esposo o de otros familiares. Era un riesgo el que la mujer hiciera en solitario el camino. Era frecuentado por vagabundos, libidinosos peregrinos y hasta por robustas andariegas a la espera en el paso del puente angosto o del burdo hostal. La romera violada se convirtió en frecuente motivo en el teatro del Siglo del Oro. La llevó a las tablas (La romera de Santiago) el fraile mercedario Tirso de Molina. Transitando otro camino, hacia Jerusalén, Juan del Encina relata en su Trivagia (1521) el arduo peregrinaje, comulgando en el Santo Sepulcro al lado del prepotente marqués de Tarifa. Se crearon hermandades de peregrinos que perduraron hasta mediados del siglo XIX.

La dificultad del acceso a Jerusalén, el principal referente de peregrinaje medieval, bajo el control de los sultanes fatimíes, y más tarde bajo los selyúcidas, incrementó la presencia de peregrinos hacia Santiago desde la Europa central. Roma, otro espacio de gran veneración, se hacía inaccesible desde el centro de Europa debido a los obtusos pasos a través de los Alpes y las inclemencias del tiempo. Por el contrario, a Santiago de Compostela se podría aceder por varias rutas. El paso por Roncesvalles, era corto, ameno y estaba protegido por un hospicio fundado por el obispo de Pamplona y administrado por los canónigos de San Agustín. Los peregrinos eran acogidos con suma atención: se les lavaban los pies, se les rapaban las barbas y se les cortaban los cabellos; se acogía a enfermos y sanos, no sólo católicos sino también paganos, judíos, herejes, vanos y ociosos. Aún más: “mujeres esclarecidas en honestidad y costumbres, carentes de suciedad ni deformidades, están allí para servir a los enfermos con la mayor piedad”, narra el gran poema histórico, Roncesvalles, de mediados del siglo XIII.

El camino era un egregio ejemplo de ecumenismo, sin diferenciar lengua, religión, raza o cultura. Un hito de la civilización medieval y un ejemplar programa de colonización. Funda, expande y enriquece una ruta que se graba en la psique del individuo que la camina, y se hace historia individual sobre los pasos milenarios de otros peregrinantes. Antes como ahora.

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